La Razón (Madrid)

La soledad de la Reina sin su extraña pareja

Con caracteres opuestos forjaron un matrimonio duradero que no puede explicarse solo por el deber al trono

- Carlos Alcelay

¿Qué mantiene un matrimonio unido durante 73 años? Puede que el amor, sí, sobre todo en sus comienzos, aunque es una cualidad que suele resistir mal las humillacio­nes, las infidelida­des y el paso del tiempo. El de Felipe de Edimburgo e Isabel II superó todas esas pruebas con el estoicismo que se espera de las cabezas coronadas. Una pareja extraña la suya, distante en sus gustos, casi antagónica en sus personalid­ades y, a pesar de todo, conservó un vínculo afectuoso que no solo puede explicarse por las obligacion­es del trono. Sencillame­nte, se necesitaba­n. El último deber que se impondrá la Reina será aprender a vivir sin él.

La biógrafa real Ingrid Seward, autora de «My Husband and I: The Inside Story Of 70 Years Of Royal Marriage», sostiene que la Reina siempre vio en Felipe al apuesto oficial de la Marina que le escribía cartas abriéndole su corazón mientras servía en un buque durante la Segunda Guerra Mundial; a quien la ayudó a superar una timidez inadmisibl­e para una Reina; al seductor que la ruborizaba cuando alababa con una sonrisa lo bien que le sentaba alguno de sus vestidos; y al marido que le hablaba con la sinceridad que necesita una soberana siendo al mismo tiempo el más leal de sus colaborado­res.

Su concepto de la masculinid­ad tardó años en adaptarse al papel de discreto consorte. Tras su boda, en 1947, siendo Isabel todavía la heredera del trono, en el hogar de los Edimburgo, como entonces se los conocía, solo reinaba él: el padre, el marido, el militar entregado a su brillante carrera. Fueron los años más felices de la pareja. Hasta que la coronación de su esposa, en 1952, provocó en el Duque de Edimburgo una crisis de identidad que afectó profundame­nte a la relación.

Fue un trago muy doloroso tener que abandonar la Marina, pero lo fue aún más que Isabel, presionada por el primer ministro Winston Churchill, eligiera reinar con el apellido Windsor en vez de Mountbatte­n, el que había adoptado su esposo. «No soy más que una maldita ameba, el único hombre en el país que no puede dar sus apellidos a sus hijos», llegó a reconocer en público.

«Felipe tuvo que controlar su fuerte naturaleza competitiv­a para ser capaz de caminar dos pasos por detrás de su mujer —explica Seward en su biografía—. Podría haber sido un rol imposible para un hombre de su temperamen­to: brillante, enérgico, obstinado y obsesionad­o con su imagen masculina. La Reina, sin embargo, comprendió instintiva­mente lo que necesitaba y siempre trató de asegurarse de que se sintiera dueño de su propio hogar».

No bastó. Lo que Felipe necesitaba era otra vida e intentó tenerla al margen del entorno castrante de Palacio. En 1956, emprendió un viaje en solitario que le mantuvo alejado de Londres durante cinco meses. Fue en esa época cuando comenzaron los rumores sobre su afición por la vida nocturna y las amantes esporádica­s. Un documental

La reina conoció sus correrías y le dejó hacer. Tal vez para compensarl­e por sus renuncias y como su demostraci­ón de amor

producido por la cadena de televisión Channel 5 hace cuatro años aireaba a través de testigos sus correrías por clubes de striptease del Soho londinense en compañía de amigos como los actores Peter Ustinov y David Niven. Entre sus compañeras de cama, la investigac­ión mencionaba a Daphne du Maurier, cuyo marido trabajaba en la oficina del duque; a Hélène Cordet, madre de uno de sus ahijados; a Pat Kirkwood, una estrella de musical de los años 60; a las actrices Zsa Zsa Gabor y Patricia Hodge, y a Penny Romsey, una joven «lady» que conoció cuando él tenía 55 años y ella, 22, y con la que al parecer estableció un vínculo más íntimo que el que se encuentra entre las sábanas.

Según el documental, Isabel conoció sus correrías y le dejó hacer. Tal vez para compensarl­e por lo que su posición le había quitado. Tal vez como su mayor demostraci­ón de amor. Durante décadas vivieron en dos universos paralelos que apenas coincidían en las reuniones familiares y en los actos

oficiales. Cuando a Isabel no le ocupaban sus deberes, se dedicaba a sus caballos y sus perros, al crucigrama del «Daily Telegraph» y a ver la televisión después de la cena. Él prefería el polo, salir a navegar o de caza.

Al menos, con el tiempo, su vida de pareja se volvió apacible. Los años atemperan el carácter y los apetitos, y eso propició una nueva complicida­d, poco efusiva, más bien distante, pero cariñosa y divertida. El humor es el único rasgo de personalid­ad que compartier­on. «El escaso sentido del ridículo de Felipe le llevó alguna vez a realizar comentario­s arriesgado­s en reuniones o actos para intentar animar las cosas, obtener una reacción o porque estaba aburrido —sostiene Seward en su libro—. Pero la principal razón de sus meteduras de pata es menos conocida: simplement­e quería sacarle una sonrisa a la Reina». Tal vez, incluso ahora tras su muerte, le ofrezca un último servicio: ver a su nieto Harry unido en el dolor con su familia.

 ?? EFE ?? Retrato oficial de la monarca con su esposo, el Duque de Edimburgo
EFE Retrato oficial de la monarca con su esposo, el Duque de Edimburgo
 ??  ?? Felipe de Edimburgo junto a la Reina tras el nacimiento de uno de sus bisnietos
Felipe de Edimburgo junto a la Reina tras el nacimiento de uno de sus bisnietos
 ??  ?? La pareja Real durante sus primeros años de matrimonio
La pareja Real durante sus primeros años de matrimonio
 ??  ?? Isabel II durante un acto oficial en presencia de su marido
Isabel II durante un acto oficial en presencia de su marido

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain