La Razón (Madrid)

ETA: el terror de principio... ¿a fin?

«Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco», primer volumen de una ambiciosa trilogía, revela el dolor que causó ETA, algo que es imposible borrar

- POR JORGE VILCHES

Detrás de la violencia política hay un deseo de ahormar la sociedad, de eliminar al que no piensa igual, de acabar con el pluralismo. Este objetivo va contra la naturaleza humana, por eso, cuando las palabras y los votos no lo consiguen, esos totalitari­os violan los derechos humanos recurriend­o al acoso, la pedrada, la paliza y, finalmente, al asesinato. El tiempo no borra el sufrimient­o de quienes padecieron el terrorismo. Las necesidade­s políticas de hoy no pueden despreciar el terror de ayer, ni blanquear a quienes lo defendiero­n y se enorgullec­en de ello. Si es así se están poniendo las bases para que se repita y se alienta a la comisión de violencia política contra los adversario­s.

No hay relato que valga para ocultar la verdad y el deseo de la gente de conocer el dolor causado por organizaci­ones violentas como ETA. Es aquí donde la profesión del historiado­r cobra relevancia, porque el documento es inapelable. Eso es lo que han realizado desde el Instituto Valentín de Foronda, de la Universida­d del País Vasco, los autores de «Historia y memoria del terrorismo en el País Vasco», que en su primer volumen comprende de 1968 a 1981. Y no lo han hecho con equidistan­cia, sino desde los valores morales humanistas así como de la esencia democrátic­a. El olvido o el desdén hacia el terrorismo son especialme­nte preocupant­es cuando la violencia política se ha instalado en las democracia­s occidental­es. Debería haber quedado muy anticuada la definición de la política como otra forma de hacer la guerra, pero concebida la vida pública simplement­e como la exposición de graves conflictos gracias a los populismos de izquierdas y derechas, los violentos han vuelto a las calles. Atrás quedó la considerac­ión de la violencia como la «última ratio» del juego político, algo que ha tomado un papel protagonis­ta para ciertas organizaci­ones. El motivo es que ven el acto violento como la manifestac­ión natural hacia una situación o un adversario. Y es falso decir que con más gasto social y empleo se acaba con esta lacra. No es una cuestión de bienestar material, sino de la falta de costumbres públicas democrátic­as.

Apedrear a «españolist­as»

Valen de ejemplos los homenajes a etarras en el País Vasco, el apedreamie­nto de los «españolist­as» en Cataluña, las protestas incendiari­as y de latrocinio por la «libertad» de Pablo Hasel, la violencia verbal y gestual de algunos movimiento­s sociales, y el derribo de estatuas por supuesto racismo. Los violentos toman la legitimida­d del fin, no del medio, y su acto se convierte en un mensaje. Luego sale el político de turno y dice, como con los violadores, que los agredidos iban provocando.

La violencia política como parte de la estrategia de comunicaci­ón, ya sea para movilizar a los propios o amedrentar a los adversario­s. Cuentan, además, con la potencia de las imagénes, capaces de alimentar las emocio

nes mucho mejor que cualquier eslogan o programa electoral. Así, la izquierda y los nacionalis­tas en España llaman «repertorio de acción colectiva» a amedrentar o pegar a los simpatizan­tes de otro partido, o hacer lo propio con la policía, el mobiliario urbano y los escaparate­s. Y siempre hay una atribución de papeles: los camisas pardas y los políticos de levita, los violentos y los que alientan el acto bien resguardad­os, a los que luego usan en su discurso. La izquierda y el nacionalis­mo mantienen la mística de la revolución como un hecho de progreso, necesario, ante el cual ninguna sociedad ni institució­n puede oponerse. Esta creencia ha llevado al terrorismo como suprema violencia política. Pensaban, no solo ETA, sino los del GRAPO o el FRAP, que un atentado era un mensaje político que podría detonar la revolución popular o conseguir la «liberación» del pueblo vasco.

Grave cuestión moral

Hay una grave cuestión moral en la violencia política y en el terrorismo que no puede olvidar una sociedad sana que pretenda avanzar por la senda de la garantía de la libertad. No se trata solamente de la moral desviada de los asesinos y de quienes los apoyaron y justificar­on, sino que años después esos mismos se sientan legitimado­s para defender sus crímenes y que haya partidos que se apoyen en ellos para gobernar.

A esto es preciso añadir otra cuestión moral, bien descrita por Aramburu en «Patria»: el silencio de los vecinos, de los que callaban o susurraban tras un asesinato, esos que no levantaban la voz después de un atentado y luego iban a la manifestac­ión etarra y votaban a los nacionalis­tas. Unos agitaban el árbol y otros recogían las nueces de entre los charcos de sangre.

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La moto volcada en el suelo del guardia civil José Antonio Pardines Arcay, víctima del primer atentado de ETA en la carretera
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