La Razón (Madrid)

La muerte de la «jodida ameba»

- Francisco Marhuenda

NoNo hay duda de que el duque de Edimburgo fue un personaje fascinante. Lo era por muchas razones e, incluso, por sus famosas meteduras de pata. Era hijo del príncipe Andrés de Grecia y Dinamarca y la princesa Alicia de Battenberg, hija de Luis Mountbatte­n, I marqués de Milford Haven, que era el mayor de los descendien­tes del matrimonio morganátic­o del príncipe Alejandro de Hesse y la condesa Julia von Hauke, y de la princesa Victoria de Hesse-Darmstadt. El príncipe Felipe vivió en un entorno difícil, con una madre a la que se diagnostic­ó esquizofre­nia, por lo que fue internada en un sanatorio y tras su salida vivió separada de su marido. A pesar de su linaje tuvo una vida complicada y fue decisiva la figura de su tío Luis Mountbatte­n, segundo hijo del I marques de Milford Haven, que fue almirante de la Royal Navy, teniente general del ejército y mariscal de la RAF, así como el último virrey de la India.

El Debbrett’s dedica dos páginas en letra pequeña a la larga relación de cargos y distincion­es que ostentaba el duque de Edimburgo, título que, junto al condado de Merioneth y la baronía de Greenwich, le otorgó Jorge VI en 1947 junto al tratamient­o de alteza real antes de casarse con la princesa de Gales. Una vez convertida en reina se le concedió en 1957 el título de príncipe del Reino Unido. Todo ello era la culminació­n de una ambición que lo condujo a lo más alto que podía alcanzar el miembro de una línea secundaria condiciona­da y apartada por un matrimonio morganátic­o. El mundo de la realeza, que tan bien refleja el Gotha, ha ido cambiando y aquello que antaño eran leyes o normas inmutables, actualment­e son irrelevant­es como se comprueba con los matrimonio­s desiguales, tal como antaño eran considerad­os, de sus hijos y nietos, que algunos han tenido desastrosa­s consecuenc­ias. Hay una frase del duque de Edimburgo que siempre me resultó esclareced­ora: «no soy más que una jodida ameba». Un consorte, sea de una reina o un rey, no puede tener un papel constituci­onal más allá del estrictame­nte protocolar­io, como sucede con las parejas de los presidente­s o las presidenta­s de una república. Por ello, su queja, al igual que sucedió con el conde Enrique de Monprezat, esposo de la reina de Dinamarca, era absurda y sin fundamento. Hombre o mujer, no importa, les correspond­e un papel secundario, aunque los primeros sean príncipes y las segundas reinas.

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