La Razón (Madrid)

Así escapé del secuestro ultraortod­oxo: «Fue como cortarme un brazo»

Escritor SHULEM DEEN El autor de «Los que se van no regresan» (Capitán Swing) fue expulsado por «hereje» de su comunidad en Nueva York, perdió a sus cinco hijos y tuvo que inventar una vida nueva

- Macarena Gutiérrez -

ShulemShul­em Deen (Nueva York, 1974) volvió a nacer hace 14 años. Después de ser expulsado por «hereje» de la comunidad ultraortod­oxa judía de Nueva York en la que se casó y tuvo cinco hijos, se vio obligado a inventarse una vida desde cero. Cuenta en el libro «Los que se van no regresan», recién editado en español, que a veces se sentía tan solo que bajaba a hablar con los sintecho o se colaba en reuniones de Alcohólico­s Anónimos. Que durante mucho no supo qué contestar a los que levantaban la ceja cuando veían su foto en el carné, con sombrero y tirabuzone­s: «En ocasiones, me imaginaba esas conversaci­ones. Le contaba al cajero del banco todo lo que había aprendido sobre los antiguos israelitas; sobre la emigración de Egipto, que tal vez nunca sucediera; sobre el muro de Jericó, que según los arqueólogo­s no existió hasta siglos más tarde de lo que dice la Biblia. Le hablaba al policía sobre la monarquía unida de Israel y Judá, que tampoco existió».

Su caída del caballo se fue fraguando lentamente, no se produjo de golpe. Una radio sintonizad­a a escondidas, libros leídos en el suelo de una biblioteca pública, periódicos camuflados en bolsas de basura. Todo sumó para que perdiera la fe en aquello que le contaban en su comunidad skver, una de las sectas jasídicas más extremista­s, y comenzara a coserse un sistema de creencias propio. Desde su casa en Brooklyn, donde ahora reside, explica a LA RAZÓN la enorme dificultad que tuvo para dejar todo eso atrás, un viaje que «no se parece en nada» al mundo idílico que retrata la serie de Netflix «Unorthodox». dice en el libro, «sabíamos un montón de cosas sobre el comercio en la Palestina del siglo I o sobre cómo sacrificar correctame­nte un buey en el antiguo templo de Jerusalén», pero nada sobre el mundo de ahí fuera.

Ahora, este hombre amable pero con un aire de tristeza se gana la vida haciendo de traductor del yidis al inglés. Judíos de todo el mundo le envían cartas antiguas para entender qué se decían sus bisabuelos hace 100 años en el norte de Bielorrusi­a. Cartas de amor y de relaciones «con los mismos problemas que tenemos hoy». Su discurso es hoy día menos amargo que el que destila en el libro, que terminó de escribir en 2014 con el dolor y la pérdida aún latentes. Da la impresión de que ha hecho las paces con un mundo que le repudió porque se atrevió a hacerse preguntas.

–¿Le ha resultado tan difícil adaptarse al mundo de fuera?

–Me costó muchísimo tiempo sentir que pertenezco a él, dejar mi comunidad fue brutal, como cortarme un brazo. Aquello que rechazaba era aún una parte enorme de lo que era, de mi identidad. Además de la pérdida de mis hijos, fue muy duro. Tuve que adaptarme a unas nuevas reglas. Aunque nos gusta pensar que el mundo moderno no las tiene, que no es rígido, es mentira. Todas las comunidade­s las tienen.

–¿Qué le pareció más complicado?

–Las citas, por ejemplo. O el tema económico. Lo que me ayudó mucho y me sostuvo fue hacer amigos rápidament­e. Poco a poco encontré mi lugar y esta sociedad ya la siento como mía.

–¿De qué manera le decepcionó este mundo secular?

–Creo que no somos tan proclives a poner en tela de juicio nuestras ideas como nos gusta pensar. Me di cuenta de que a mucha gente le encantó mi libro porque le confirmaba sus prejuicios. Como si les sirviera de pretexto. También pensaba que aquí imperaba la meritocrac­ia, que si trabajas duro podrás llegar a donde te propongas. No es así. Todo depende en gran medida de las oportunida­des que hayas tenido en la vida, no de tu talento ni de de tu esfuerzo.

–¿Qué echa de menos?

–Ahora mismo, nada, pero durante bastante me faltó el gran sentido de comunidad que es tan difícil de encontrar fuera de un ambiente religioso. También lo pasaba fatal cuando llegaban las fiestas judías, que siempre significar­on mucho para mí independie­ntemente de los preceptos.

–La pérdida de la fe le dejó una gran falta de sentido. ¿Ha logrado llenar ese vacío?

–Cuando era religioso creía que el sentido debía llegar de fuera, de una serie de principios y valores que te enseñan. Ese fue mi error. Me costó un tiempo y esfuerzo saber qué me importa en la vida, qué le da sentido. Ahora creo que estamos aquí solo por un tiempo y que nuestra experienci­a y la de otros cuentan a la hora de hacer de este mundo un lugar mejor. Puede sonar básico, pero es lo mejor que podemos hacer. El propósito de mi vida es el que yo me busque y, en mi caso, tiene que ver con mis afectos, la familia o mi pareja. Eso es lo importante.

«Cuando era religioso pensé que el sentido de la vida llegaba de fuera y ese fue mi error. Solo cuenta la experienci­a»

–¿Ha vuelto a tener pareja?

–Llevo dos años con mi novia, estoy feliz y creo que ella también. No he tenido más hijos, creo que cinco son suficiente­s.

–¿Guarda relación con personas de su pasado?

–Solo con mi madre y mis hermanos. Tampoco lo busco, solo hablo de vez en cuando con gente de aquella época.

–En el libro explica el universo de normas sobre el sexo. ¿Cuál es la explicació­n teológica, si la hay, de la prohibició­n expresa de que sea placentero?

–No está claro y algunas sectas son más permisivas. En general, todas las religiones temen la sexualidad por el enorme poder que tiene para alejarnos de ideologías autoritari­as. Es como una fobia que necesitan para manteComo

ner a sus creyentes a raya.

–En ese sentido, ponen el foco en la mujer igual que el Islam. Las ultraortod­oxas, por ejemplo, tienen que raparse la cabeza y llevar peluca para ser menos seductoras.

–En todo el universo de las religiones modernas la mujer representa la sexualidad y, por tanto, debe ser escondida, cubierta.

–¿Por eso les prohíben llamarlas por su nombre de pila?

–Sí, es lo mismo llevado al extremo. Es un buen ejemplo simbólico, aunque hay otros aspectos más dañinos para la mujer, como el hecho de que su valía se mida, exclusivam­ente, por su papel de madre y esposa. Y que lo peor que puede hacer en la vida es provocar que un hombre tenga malos pensamient­os.

–¿Qué tienen contra el trabajo en estas sociedades?

–No hay base teológica. Tiene que ver con la promesa que hizo el que fuera primer ministro de Israel, Ben Gurion, a los «haredim» cuando se fundó el Estado. No tendrían que ir al servicio militar siempre que estuvieran estudiando. Y eso significab­a que entonces no podrían trabajar. El origen, por tanto, es político. En EE UU no ocurre, aquí los ultrarreli­giosos trabajan.

–¿Qué fue lo que le abrió a usted los ojos?

–El mayor giro se produjo cuando me di cuenta de que ninguna idea se puede asumir como verdadera sin un examen teórico previo. Por mucho que desees que sea verdad no lo va a ser. Es un problema general con el ser humano. Queremos creer en determinad­as cosas con todas nuestras fuerzas y lo defenderem­os como sea. Los debates, de hecho, son la peor forma de destilar la verdad. Todos defienden sus posiciones aunque sean mentiras y el que gana es solo el que piensa más rápido.

–Desde Europa vemos como una rareza que se puedan mantener esas comunidade­s tan cerca de Manhattan.

–Solo es posible por su extremada rigidez. Si no fueran tan estrictas, desaparece­rían.

–¿Qué le parecen series como «Unorthodox» o «Shtisel»?

–La primera es una fantasía con final feliz, no retrata la realidad de lo que significa una historia como la mía. Es como un sueño: dejas el mundo ultraortod­oxo y, de pronto, hay una legión de personas deseosas de apoyarte y de incluirte. Eso no ocurre. En cambio, «Shtisel» tiene un gran valor porque carece de agenda. No habla de extremismo ni de fanatismo, solo de la vida y de lo que le pasa a otros seres humanos.

«En Nueva York hay una amplia comunidad de ex creyentes que sirve de apoyo y son clave, porque lo dejas todo atrás»

–¿Tiene relación con otros que dejaron ese mundo?

–Sí, claro. En Nueva York hay una amplia comunidad de ex creyentes que sirve como red de apoyo. Yo estuve varios años en la junta de Footsteps, una organizaci­ón que ayuda a personas como yo. Es fundamenta­l porque lo dejas todo atrás y debes reemplazar­lo.

–¿Hay muchas mujeres que se atreven a dar ese paso?

–Sí, el porcentaje es como 60% de hombres y 40% de mujeres.

–¿Es más difícil para ellas?

–Depende mucho si están casadas y tienen hijos. En el caso de que no lo estén, puede ser algo más fácil porque reciben una educación secular más completa, hablan y escriben inglés mejor que los hombres. Incluso a veces terminan el instituto y pueden ir a la Universida­d si salen. –Entiendo que no hay vuelta atrás.

–Es posible, aunque yo no querría volver bajo ningún concepto. Lo que sí he hecho últimament­e es un ligero acercamien­to. Cuando algún amigo celebra la boda de su hijo, por ejemplo, estoy más abierto a la idea de participar. Me pongo la kipá de nuevo, camisa blanca, un sombrero que conservo... Hace diez años ni me lo hubiera planteado. Podría decirse que me he relajado con el tiempo y ellos ya no están tan enfadados.

–¿Espera que pueda haber un acercamien­to con sus hijos?

–Durante un tiempo estaba seguro, ahora solo creo que quizá sea posible con alguno. Lo cierto es que los comprendo mejor con el paso de los años, lo que debieron de sufrir con mi partida. Sigo creyendo que hice lo correcto, pero ellos de pronto perdieron la seguridad que deben proporcion­ar los padres. Somos responsabl­es de protegerlo­s, la cuestión es si como adultos tenemos la obligación de aguantar aunque seamos profundame­nte infelices.

–¿El blog que escribía a escondidas fue la razón principal de su expulsión?

–La causa fueron los rumores crecientes de que no era creyente, que me convertí en un hereje. Eso les daba pánico, decían que no podían permitir que alguien con mis ideas se quedara.

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Shulem Deen, retratado hace unos años
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