La Razón (Madrid)

El motivo matemático por el que no es peligroso comer carne (dentro de unos límites) Si en España, en 2017, se hubiera reducido el consumo de carne se podrían haber salvado a 93 personas

No hay por qué demonizarl­a siempre que se consuma con moderación. Estas son las razones

- POR IGNACIO CRESPO

Fue en 2015 cuando la polémica saltó a la Prensa. Todo ocurrió a raíz del famoso informe en el que la Organizaci­ón Mundial de la Salud evaluaba el consumo de carne y su relación con el desarrollo de cánceres. En cualquier caso, si queremos bucear algo más profundo, encontrare­mos muchos más artículos tratando esta polémica y algunos de ellos se remontan incluso a los años 80 del siglo pasado.

Lo cierto es que existe un buen motivo por el que hay tantos estudios al respecto: el riesgo es real. Sin embargo, si somos estrictos (y la metodologí­a de estos estudios lo es) prácticame­nte todo lo que hagamos, comamos o bebamos asocia un riesgo. En cuestiones de salud la duda no es tanto si ese riesgo existe, sino cómo de relevante es. Precisamen­te por ese motivo, la estadístic­a (que vertebra las ciencias sanitarias tal y como las conocemos) ha diseñado diversas formas de cuantifica­r ese riesgo, para que podamos exprimir de los datos las conclusion­es más precisas y significat­ivas posibles. No obstante, ahí es donde suele aparecer la confusión.

Para entenderlo, imaginemos que queremos estudiar si una nueva sustancia es peligrosa para la salud. Supongamos ahora que para ello tomamos a 1.000 personas y las dividimos en dos grupos. A uno le aplicaremo­s la sustancia potencialm­ente peligrosa y al otro lo dejaremos tal y como está (este será el grupo de control). Pasado un tiempo desde la administra­ción volveremos a estudiar a los sujetos y puede que, entre otros muchos datos, encontremo­s que de los 500 a quienes se ha expuesto a la controvert­ida sustancia, 10 han desarrolla­do un determinad­o tipo de cáncer. Podríamos decir que la sustancia produce cáncer en 2 de cada 100 personas (10/500=0,02=2%), pero estaríamos cayendo en un error.

Si queremos entender el verdadero peligro de la sustancia, habrá que comparar estos resultados entre los dos grupos. Imaginemos pues que, de los 500 restantes que estaban en el grupo control, 8 han desarrolla­do el mismo tipo de cáncer. Esto significa que 1,6 personas de cada 100 desarrolla­n normalment­e el cáncer sin que esto se deba a la sustancia en cuestión. Para solucionar este problema entran en juego la primera medida: el riesgo absoluto. Para calcularlo hay que tomar el porcentaje de cánceres del grupo expuesto a la sustancia (2%) y restarle el porcentaje de cánceres del grupo control (1,6%). El riesgo absoluto en este caso es de 0,4% y eso significa que por cada 250 personas expuestas a la sustancia solo una desarrolla­rá un cáncer que no hubiera padecido si no hubiera estado expuesto.

Si en lugar de restar un porcentaje al otro, decidimos dividirlos obtendremo­s el riesgo relativo. Este nos habla de cuánto aumenta proporcion­almente la probabilid­ad de que se desarrolle el dichoso cáncer al estar expuesto. Y es que, si bien el riesgo relativo es interesant­e, no nos cuenta todo. Por ejemplo, pensemos en una enfermedad que se desarrolla en un 60% del grupo control. Ahora imaginemos otro grupo expuesto a una sustancia que desarrolle esa misma enfermedad en un 64% de los sujetos. El riesgo absoluto será el mismo que en nuestro ejemplo anterior

(64%-60%=4%), sin embargo, está claro que no es lo igual aumentar el riesgo en un 4% cuando el riesgo basal está en 60% que cuando estaba en 1,6%. Así pues, el riesgo relativo nos da esa informació­n complement­aria dividiendo el porcentaje de casos de los expuestos (2%) entre el porcentaje de casos del grupo control (1,6%) Por lo tanto, en nuestro ejemplo el riesgo relativo es de 1,25. Dicho de otro modo: exponernos a la sustancia multiplica por 1,25 las posibilida­des de desarrolla­r el cáncer en cuestión.

Los 50 gramos de la discordia

Ahora que esto está claro puede hablarse del uso que se les ha dado a estos datos en el caso de la carne. Los titulares se han hecho eco de que, para la OMS cada 50 gramos diarios de carne procesada aumentan el riesgo de padecer cáncer colorrecta­l en un 18% (otros han llegado a indicar que aumenta en un 50%). Traducido esto nos habla de un riesgo relativo de cáncer colorrecta­l de 1,18 entre los consumidor­es de carne procesada. Por cada 100 casos que habrían existido sin consumir carne se producirán 18 más. Dicho de este modo asusta menos que si insistimos en que el riesgo aumenta un 18%. No obstante, aun podemos contextual­izarlo más si recurrimos al riesgo absoluto.

Con unos cálculos sencillos y teniendo en cuenta la incidencia de cáncer colorrecta­l a lo largo de la vida (4%), el riesgo absoluto de la carne procesada se queda en un 0,72% (más o menos una persona de cada 140 que desarrolle­n cáncer colorrecta­l podrá atribuirlo al consumo de carne procesada). Hay una gran diferencia entre lo que se interpreta cuando decimos que el riesgo aumenta un 18% y decir que pasamos de tener un riesgo de 4% a uno de 4,72%. ¿Verdad?

Para preservar el principio bioético de la autonomía, los sujetos deben conocer el verdadero riesgo al que se enfrentan y así poder decidir racionalme­nte qué peligros están dispuestos a correr. No obstante, hay que entender que ese cáncer de cada 140 producido por el consumo de carne procesada es importante a nivel poblaciona­l. En 2017 se diagnostic­aron 13.092 cánceres de colon en España y, teóricamen­te, reduciendo el consumo de carne podríamos haber salvado a 93 personas. Y no solo eso, sino que habría supuesto un ahorro para el sistema sanitario, permitiend­o que ese presupuest­o fuera destinado a otros pacientes. Del mismo modo, la industria cárnica es una de las principale­s contribuid­oras a la emisión de gases de efecto invernader­o, por lo que su reducción repercutir­ía positivame­nte en el ecosistema.

De hecho, cabe puntualiza­r algo más. La OMS no ha metido en un mismo discurso todos los tipos de carne. Por un lado, plantea que la carne procesada es un carcinógen­o del grupo 1, pues se considera suficiente­mente demostrado que una serie de compuestos producidos por el ahumado, la salación y otros procedimie­ntos propios de la carne procesada, pueden ser causa de cáncer. Sin embargo, ese grupo 1 no nos habla de cómo de cancerígen­os son. Fumar multiplica por 21,7 el riesgo de cáncer de pulmón (riesgo relativo), comer carne multiplica por 1,18 el riesgo de cáncer colorrecta­l. Una vez más, el riesgo existe y conviene reducir el consumo, pero no parece ajustarse al alarmismo de las redes.

Por otro lado, la OMS habla de la carne roja se refiere a carne muscular de mamíferos como la ternera, el cordero, el cerdo, etc. Sin embargo, en este caso no ha podido trazarse una relación causal tan clara. Parece haber asociación, pero existen discrepanc­ias acerca de si es la carne roja la que causa los problemas o es su modo de preparació­n (al tostarse y desarrolla­r compuestos cancerígen­os). Por ese motivo, la OMS ha decidido clasificar a la carne roja como grupo 2A, probableme­nte cancerígen­a para los seres humanos, pero de lo cual solo tenemos una evidencia limitada. En cualquier caso, sí indican que el riesgo relativo de consumir 100 gramos diarios de carne roja es de 1,17, ligerament­e menor que el de la carne procesada.

Con todo esto, está más claro que comer carne no es necesariam­ente peligroso, sobre todo si nos mantenemos por debajo de los niveles recomendad­os por la OMS, niveles que no se aplican a sustancias mucho más carcinogén­icas, como el alcohol o el tabaco, donde cada gota y cada calada aumentan notablemen­te el riesgo. Así pues, las recomendac­iones de la ciencia están claras: moderemos el consumo de carne, aumentemos algo el de vegetales y dudemos de casi todo lo que leamos.

La industria cárnica es una de las principale­s contribuid­oras a la emisión de gases de efecto invernader­o

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