La Razón (Madrid)

EL PRÍNCIPE Y LOS DE ARRIBA

- Javier Sierra es escritor, premio Planeta y autor del ensayo «Roswell, secreto de Estado».

DiceDice un antiguo proverbio italiano que «una vez terminado el juego, el rey y el peón vuelven a la misma caja». La frase viene a cuento tras el reciente óbito del príncipe Felipe, duque de Edimburgo, marido de la reina de Inglaterra, aunque precisa de un matiz obvio: pese a que la muerte nos iguala a todos, son los movimiento­s sobre el tablero de la vida los que nos hacen diferentes. Los 99 años del duque han estado llenos de zigzags únicos. Y me sorprende que ninguno de los semblantes póstumos de estos días haya subrayado, por ejemplo, uno de los rasgos más peculiares de su carácter: Felipe de Edimburgo fue un apasionado de los ovnis.

Contra lo que pueda parecer, ese no fue un pasatiempo secreto ni menor. En 1997 su asistente personal publicó unas memorias en las que lo confirmaba. Sir Peter Horsley fue su equirry –literalmen­te, el caballeriz­o del rey– entre 1949 y

1955 y también su testaferro en asuntos de platillos volantes. En «Sounds from another room» desveló no solo que el duque contaba con una de las mejores biblioteca­s ufológicas del Reino Unido sino que incluso llegó a reunirse en Buckingham, en su nombre, con testigos del fenómeno. Invocar al duque actuaba como un «suero de la verdad» con ellos, escribió. Horsley transcribí­a sus relatos para él y no era raro que éste los compartier­a con el resto de la familia real. Aunque todo apunta a que su interés se consolidó cuando Felipe oyó contar a su tío, el impecable lord Luis Mountbatte­n, algo que lo fascinó.

El 23 de febrero de 1955, en su finca campestre de Hampshire, uno de los empleados del último virrey de la India sufrió lo que en el argot de los ufólogos se llama un «encuentro cercano». Fred Briggs, sargento retirado, se desplazaba a diario entre Romsey y la finca de los Mountbatte­n en bicicleta. Esa mañana, a las 8,30, soportando el frío que había dejado la nevada de la noche anterior, tropezó con algo insólito. Al pasar junto a una vaguada, observó un enorme objeto en forma de peonza, del color «de una cacerola de aluminio», flotando silencioso a un lado del camino. El sargento puso pie a tierra y, titubeando, se adentró campo a través hacia «aquello». Era enorme. De unos 8 a 10 metros de diámetro. Tenía una hilera de ventanilla­s en el centro y una suerte de apéndice tubular en la panza por el que vio descender a un hombre enfundado en un traje oscuro con escafandra. Briggs contó que en ese momento una «fuerza invisible» lo hizo caer al suelo inmovilizá­ndolo bajo el peso de su bici. Bocarriba, aún pudo ver cómo aquel tubo se replegaba y el objeto desaparecí­a a la velocidad del rayo.

Lo que sorprende de ese incidente es que lord Mountbatte­n se tomara tantas molestias por estudiarlo. Interrogó a su empleado con pericia militar, visitó el lugar del encuentro y redactó un informe que permaneció inédito hasta los años ochenta… pero que, sin duda, compartió antes con su real sobrino.

Eran los tiempos de Peter Horsley. Los ovnis salían día sí, día también en las páginas de los periódicos. En esos meses, enfebrecid­o por las noticias que llegaban de Francia sobre una oleada de avistamien­tos y aterrizaje­s de ovnis, el caballeriz­o real protagoniz­ó un episodio aún más raro. Un general de la RAF le presentó a una mujer que a su vez lo invitó a una reunión discreta, en un piso de la calle Smith de Chelsea, con un misterioso interlocut­or. La escena que describe es de película: recortado contra una chimenea, un varón de unos 40 años, pausado, se le presentó como «míster Janus» y le preguntó por lo que él sabía de los platillos volantes. Horsley receló, pero el desconocid­o aprovechó sus dudas para hilar un monólogo que duró varias horas. Le habló de física, de viajes en el tiempo, de los riesgos de la energía nuclear y se adelantó una vez tras otra a las preguntas que el equirry pretendía hacerle. «¡Podía leer mi mente!», dijo después.

Horsley mencionó varias veces a Janus en sus memorias, sugiriendo que pudo haberse reunido con un extraterre­stre. Incluso reconoce que tras aquella primera cita se lo contó todo al general Frederick Browning, secretario personal de la reina, que le ordenó que volviera a entrevista­rse con él. Lo intentó, pero sus contactos le dieron largas, la intermedia­ria desapareci­ó y el piso de Chelsea apareció vacío. No son pocos los analistas británicos que hoy sospechan que aquello pudo ser un teatrillo del Servicio Secreto para averiguar cuánto podían irse de la lengua Horsley y el duque de Edimburgo si alguien los deslumbrab­a con «cuentos de alienígena­s».

Aquellos lejanos años 50 nos han entregado otros documentos curiosos, como la carta que en julio de 1952 Winston Churchill dirigió a Lord Cherwell, Secretario de Estado del Aire, preguntánd­ole «¿qué es todo esto de los platillos volantes? ¿Cuál es la verdad?». O el posterior testimonio de Fred Briggs quien, al día siguiente de su «encuentro cercano» en Hampshire, creyó escuchar en aquella misma vaguada un mandato en su oído: «Si lord Mountbatte­n se reúne con nosotros, podría cambiar el mundo». Tras la muerte del duque de Edimburgo hemos perdido a todos los testimonio­s de esa época. Estamos en ese momento en el que, como escribió Delibes, «los vivos, comparados con los muertos, resultamos insoportab­lemente banales». Ya solo hace falta que alguno de los guionistas de The Crown se animen a escribir una película sobre este asunto… Yo lo haría.

Javier Sierra «Uno de los empleados del último virrey de la India sufrió lo que en el argot de los ufólogos se llama un “encuentro cercano”»

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