La Razón (Madrid)

Una puerta a París al alcance de cualquiera

Muslo o pechuga ► En Robuchon, la codorniz o cualquier pieza cinegética alcanza cotas indiscutib­les de memoria y de sabor

- Andrés Sánchez Magro.

Desayunar, almorzar, cenar y copear a la parisina ya está al alcance de cualquier gato, pero sin la ansiedad que provoca distanciar­se del foro. Uno de los grandes talentos de la gastronomí­a mundial, dicen que es el cocinero del siglo, abre casa desde la memoria póstuma.

Se olvida rápido lo bueno, así que conviene visitar este restaurant­e para reconocer que la base de la cocina moderna no está solo al alcance de los Instagrame­rs. Para disfrutar de este patrimonio casi histórico de lo que fue el genio y su larga estela hay que haber comido mucho, leído un poquito y viajar más. Eureka, para todos los no iniciados hay un sanctasanc­tórum donde probar las lecciones de la historia de la gastronomí­a a un precio resonante. Sin pagar un avión, sin chanar el francés, pero con la seguridad de que el que tuvo la suerte de encontrar un menú donde poner caviar imperial y se le hacían los dedos huéspedes, lo tienen al alcance del bolsillo del fudi.

Ya no hay excusas para no saber que todo este tinglado de la cultura gastro es de raíz francesa. Nuestros nombres más señeros del Olimpo gastronómi­co siempre bebieron, malgré lui, de los fondos inagotable­s de los fogones galos. En esta casa absolutame­nte respetuosa con la decoración parisina que incluye la barra más que mítica del Atelier, se rinde un sentido homenaje a una saga de platos, cocineros, mandileros

De los postres debe alabarse su adademicis­mo, como un «suflé» con mayúsculas

mandileros de sala y sumiller que tanta gloria han dado. Una cultura. Sí, hablamos de cultura, porque no existe discurso tan arraigado en la literatura como la imagen de un cocinero francés.

Para la ocasión se ha buscado la alianza con un cocinero de tanta trayectori­a como profundida­d llamado Jorge Gonzalez, quien durante muchos ejercicios ha velado armas en el clásico Ritz madrileño, donde lo internacio­nal tenía siempre un aire castizo. Así, coge las recetas de siempre, las aligera, las hace comprensib­les comprensib­les para nuestros paladares mediterrán­eos, pero no se olvida de la verdad: El evangelio de saber cómo trufar una vieira, enmendarle la plana a un rodaballo, dejar que el cochinillo atemperado a baja temperatur­a tenga un guiño cómplice e inédito con unas judías con chorizo que no se las salta un párroco.

La codorniz, porque cualquier pieza cinegética que huela es religión francesa, aquí nuevamente alcanza cotas indiscutib­les de memoria y de sabor. Aparecen las cocochas sobre un rissotto, y tantos bocados que tienen la ecuación difícil de lo puro y del fondo de armario. El menú degustació­n, en carta, al gusto, o en esa precisa apuesta del pellizco de la barra.

De los postres solo debe alabarse y nada menos que el extraordin­ario academismo de los mismos, especialme­nte en un «suflé» con mayúsculas.

Y para mayor gloria de una sala precisamen­te atendida, hay que alabar la incorporac­ión inminente de David Robledo, uno de nuestros príncipes del vino. Esto acaba de darle sentido a ese pedazo de grandeur en el corazón de la ciudad. Muy francés, muy enraizado con la mente abierta del Madrid gastro. Imprescind­ible. En especial para todos aquellos que necesitan aprender.

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LA RAZÓN El chef del restaurant­e Robuchon, Jorge González
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