La Razón (Madrid)

París, cuna de bastardos y Borbones

► En la capital francesa se lavaron muchos trapos sucios de la Familia Real española

- José María Zavala.

HijoHijo y nieto de empresario­s del teatro, Andrés Lozano vivía su ancianidad cuando le conocí, en 2010, en un edificio restaurado del viejo Madrid de los Austrias. «Don Andrés», como le saludaba Antonio, el conserje, cada vez que entraba o salía por el portalón de su residencia, era una encicloped­ia abierta sobre la vida cultural madrileña del primer tercio del siglo XX. A sus incontable­s lecturas y relaciones con personas ligadas al mundillo teatral y de variedades se sumaban las increíbles vivencias de su padre, testigo excepciona­l de las tardes y noches del Teatro Real, así como de numerosas fiestas del silenciado Madrid aristocrát­ico.

El hombre paseaba casi siempre solo con su bastón nacarado por la plaza de la Villa, en dirección al mercado de San Miguel, para dirigirse luego a la Plaza Mayor y desembocar en la de Puerta Cerrada, donde tomaba un cafelito con sus amigos de la «cuarta edad», como él los llamaba, simplement­e porque le llevaban uno o dos años, lo cual, a la suya, ya era bastante.

Fue Andrés Lozano quien me contó, precisamen­te, cómo en París se lavaron muchos trapos sucios de la Familia Real española. Isabel II, sin ir más lejos, se prodigó allí en amoríos con el silencio cómplice de su reducida corte del Palacio de Castilla. Años atrás, su propia madre María Cristina de Borbón, la reina gobernador­a, gobernador­a, crio también allí a los ocho «muñoces» que tuvo con su guardia de corps Agustín Fernando Muñoz, con quien se había casado en secreto. París se convirtió así en cuna de bastardos de los Borbones de España.

Alfonso XIII eligió también la capital del Sena para mantener a buen recaudo a Juana Alfonsa Milán, la hija ilegítima que tuvo con Beatrice Noon, la antigua institutri­z de los infantes en palacio. De ascendenci­a irlandesa, la Noon les impartía también clases de piano. Expulsada de la Corte para evitar un gran escándalo, la pobre mujer dio a luz en París a Juana Alfonsa, que adoptó finalmente como primer apellido uno de los títulos históricos de Alfonso XIII: el ducado de Milán. La ayuda inefable del albacea testamenta­rio del rey, José Quiñones de León, resultó crucial para velar por Juana Alfonsa, así como para cumplir con otros ocultos fines.

Alhajas, vestidos y caballos

Investigan­do en el Archivo de Palacio descubrí en su día que el monarca había gastado en París y Londres, en tan solo seis años, 1,35 millones de pesetas de la época, equivalent­es hoy a más de ochenta millones de euros. Con todo ese dinero, Alfonso XIII adquirió alhajas, muebles, cristalerí­a, vestidos, y hasta balandros y caballos, la mayoría de los cuales jamás tuvieron como destino el regio alcázar.

Tras mucho indagar, comprobé también que el monarca disponía de una cuenta secreta con la que operaba subreptici­amente con París y Londres utilizando el nombre de «duque de Toledo», a través de la sucursal madrileña del London County Westminste­r & Parr’s Bank.

Los movimiento­s de la cuenta a la que tuve acceso revelan, por ejemplo, que el 18 de octubre de 1919, mientras la Bella Otero seguía cosechando éxitos en los escenarios de París, el enigmático «duque de Toledo» ingresó 65.000 pesetas de entonces. El 27 de octubre se pagó en Londres un cheque al portador de 4.212 pesetas; y otro más, por importe de 22.071, el 4 de noviembre.

Los días 4 de mayo y 24 de junio de 1920, el «duque de Toledo», es decir, Alfonso XIII, ingresó en esa misma cuenta 15.000 y 40.000 pesetas, respectiva­mente. En apenas nueve meses, el monarca ingresó en total en esa cuenta secreta una cantidad equivalent­e hoy a más de ocho millones de euros.

Se hiciese llamar «duque de Toledo» o «monsieur Lamy», como me reveló Andrés Lozano, el rey de España utilizaba ambos seudónimos para pasar inadvertid­o en su otra vida. Cierto día, un escritor norteameri­cano le mostró el índice de una biografía que pensaba publicar sobre él en Nueva York. Alfonso XIII leyó atentament­e cada uno de los capítulos que componían el libro, hallando uno titulado « Los amores del monarca». Don Alfonso levantó enseguida los ojos del papel y dijo, enojado: «¡Cómo! Esto no puede ser. El rey de España no tiene más amor que el de su esposa». El norteameri­cano sonrió y entonces, el rey añadió socarrón: «Le insisto en lo dicho. Ahora, yo no sé si el duque de Toledo...».

El duque de Toledo o «monsieur» Lamy cayeron rendidos, como también me comentaba Andrés Lozano, ante los irresistib­les encantos de la Bella Otero.

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LA RAZÓN Alfonso XIII y Victoria Eugenia se casaron en 1906

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