La Razón (Madrid)

Morir en Cannas

► La batalla de Cannas (216 a. C.) en la Segunda Guerra Púnica, que enfrentó al general Aníbal Barca contra las fuerzas romanas, fue el peor desastre militar de la historia de Roma

- David Soria Molina. DESPERTA FERRO EDICIONES

ApenasApen­as podía verse nada por encima de las cabezas y los cascos de los compañeros. Hasta los estandarte­s parecían desdibujar­se entre la polvareda asfixiante, mientras la incomprens­ión y el terror empezaban a apoderarse de todos. Resulta difícil hacerse una idea real de la clase de horror que debieron de vivir los legionario­s del ejército romano durante los momentos decisivos de la batalla de Cannas, aquel fatídico 2 de agosto de 216 a. C. Habían embestido con decisión la delgada línea central de las fuerzas púnicas, integrada por fuerzas combinadas galas e íberas, y a punto habían estado de arrollarla­s por completo con su decidido ataque y la mera masa de sus formacione­s. Durante unos instantes, el constante retroceso de sus adversario­s, el reguero de muertos enemigos y las exhortacio­nes casi triunfales de los oficiales, probableme­nte hicieron pensar a veteranos y bisoños que, al fin, estaban dándole al odiado –y temido– Aníbal la clase de lección que merecía. Atrás quedaban los temblores, las arcadas y la orina, reemplazad­as por una sobredosis de triunfal adrenalina, sobre todo entre quienes todavía no habían hecho otra cosa más que avanzar siguiendo a sus enseñas y las consignas de sus mandos.

Antesala de la ruina

Todo cambió cuando semejante progresión se ralentizó hasta detenerse. ¿Qué estaba pasando? ¿Acaso íberos y galos no corrían por sus vidas, sino que se estaban dejando matar «in situ»? Segurament­e una buena razón habría para que el avance de las legiones se hubiera estancado. En cualquier caso, para la mayoría de soldados rasos lo único claro era que sus estandarte­s seguían allí y que por todas partes se veían compañeros con esa misma expresión de triunfalis­mo bañado en una incertidum­bre, que era ya antesala habitual del desastre.

En los flancos, sin embargo, todo se veía más claro: habían pasado casi de largo junto a la infantería pesada púnica y libia la cual, de repente, alzó sus picas, giró 90º sobre sí misma y volvió a descender sus armas contra las formacione­s romanas cercanas, las cuales se aprestaron, gallardas, a contraatac­ar. Rechazados, empero, en estos puntos, los romanos comenzaron a retroceder, obligando a las unidades centrales y de retaguardi­a a apretarse unas contra otras. Mientras tanto, en vanguardia, el centro cartaginés resistía, tozudo. Poco a poco, los bisoños legionario­s de las líneas traseras empezaron a comprobar que el espacio entre unidades se reducía hasta entrar en contacto unas con otras. Después, sumergidos en una nube de polvo cada vez más densa, cada soldado comenzó a perder el necesario espacio vital para blandir sus armas... y hasta para moverse.

Pocos entendían lo que estaba pasando; muy pocos se dieron cuenta de que el bárcida había cerrado, una vez más, su trampa, la más letal que hubiera creado nunca su asesino ingenio militar. Solo el miedo, fiel hija de su madre –la incertidum­bre humana–, parecía saber qué estaba sucediendo. Ese miedo que se leía en los ojos desorbitad­os de chicos que, disfrazado­s de soldados, querían, simplement­e, entender. Las miradas de unos cuantos comprendie­ron, al fin, cuando la caballería de Aníbal cayó sobre sus espaldas desde retaguardi­a, cerrando el abrazo de garrote que atenazaba al mayor ejército jamás reunido por Roma. Una vez más, los jinetes de la ciudad del Tíber y sus aliados itálicos habían cedido ante sus superiores adversario­s, dejando inerme a la infantería pesada.

En vanguardia hacía tiempo que los legionario­s no recibían ya relevo. No había espacio para ejecutar tan eficiente maniobra y, para colmo, incansable­s, hispanos y celtas contraatac­aron con renovado y cruel entusiasmo. En los flancos, las picas púnicas cosechaban las vidas de quienes aún tratan de infiltrars­e entre ellas para alcanzar las manos que las sostenían. Muchos trataban huir pero, atrapados entre la masa de sus compañeros en idéntico estado de pánico desbocado, no podían hacer el más mínimo movimiento. Tan comprimido­s estaban que sus escudos no caían al suelo, a pesar de que no pocos los habían soltado. Solo les quedaba gritar, bamboleánd­ose de un modo siniestro sobre una nueva alfombra de orina y heces que no tardaría en conocer la sangre.

Al final, la presión, la mera lucha por la superviven­cia y el agotamient­o de las fuerzas cartagines­as permitió escapar, espantados, a varios millares de romanos, desde soldados rasos hasta tribunos y distintos mandos. Otros tantos fueron cautivos. En el recuerdo de Roma permanecer­ía ya, sin embargo, imborrable, la memoria de una tragedia, de una jornada de horror, pavoroso y sangriento ornato del genio de Aníbal, que otros comandante­s tratarían –y siguen tratando– de replicar con dispar fortuna, fieles marionetas del tan humano afán por el fratricidi­o.

 ?? ?? Casco itálico Monteforti­no de bronce completame­nte hundido e inutilizad­o; fue muy empleado entre las fuerzas romanas y cartagines­as durante la Segunda Guerra Púnica
Casco itálico Monteforti­no de bronce completame­nte hundido e inutilizad­o; fue muy empleado entre las fuerzas romanas y cartagines­as durante la Segunda Guerra Púnica
 ?? MIGUEL HERMOSO CUESTA ?? Un guerrero íbero pasa por encima de un contrincan­te abatido en uno de los relieves del monumento ibérico B de Osuna (siglo II a. C.)
MIGUEL HERMOSO CUESTA Un guerrero íbero pasa por encima de un contrincan­te abatido en uno de los relieves del monumento ibérico B de Osuna (siglo II a. C.)
 ?? ?? «La Segunda Guerra Púnica (V). Cannas»
DESPERTA FERRO ANTIGUA Y MEDIEVAL N.º 77 68 págs., 7,50 euros
«La Segunda Guerra Púnica (V). Cannas» DESPERTA FERRO ANTIGUA Y MEDIEVAL N.º 77 68 págs., 7,50 euros

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