A la Pradera no solo van los políticos
Tomen el titular que tienen a su izquierda casi como una declaración de intenciones, si quieren. A partir de la página siguiente, la cosa cambia. No nos engañemos: en menos de dos semanas, tanto el Ayuntamiento como la Comunidad de Madrid tendrán nuevos gobiernos. Y los periodistas, sobre todo en estos tiempos de corren, preguntamos sobre seguro. Puede que seamos poco imaginativos, pero también prácticos. Y más aún si el interrogado es un político. Sabemos que, con solo hablar de las fiestas de ayer, «no se come». Por eso, y aunque sea de forma simbólica, utilicemos estas líneas para recordar que los madrileños también tenemos patrón y unas tradiciones que, pese a nuestro desarraigo crónico, no solo se resisten a desaparecer, sino que cada año se viven con mayor afinidad.
Tras la homilía del cardenal arzobispo de Madrid, Carlos Osoro, en la que apeló a «unir y no romper», llegó algo que se mantiene inalterable desde hace siglos: los madrileños, en romerías y verbenas, marcharon en dirección a la pradera, con su fuente y su ermita como epicentro, casi casi como aquel cuadro de Goya pintado a finales del XVIII. Hay cosas que nunca cambian, o que cambian poco: el agua que San Isidro trajo a los sedientos campos de la región es hoy más necesaria que nunca.
Los bocatas de gallinejas, y las rosquillas listas –las que van bañadas en azúcar– o tontas –las que no, pobres...–, fueron, un año más, el desayuno, comida y merienda más solicitada por chulapas, chulapos y todos aquellos que preferían ir con la procesión por dentro. Todo ello bañado con agua y limonada. Con o sin alcohol.
Sí, el de ayer fue un día de parpusas y mantones de manila, de chotis y bailes, de gigantes y cabezudos... Pero seamos sinceros: no de tregua en lo que a política se refiere. De momento, y para quedarnos más tranquilos, podemos echarle la culpa a ese todavía inexistente 28-M. Quizá, el año que viene sea diferente.