La Razón (Madrid)

El guerrero de la carretera

- Javier Menéndez Flores

Vive Javier Vargas entre Madrid y un jet lag crónico, entre la nobleza sin esmoquin del paseo de la Castellana y la heroicidad de cien habitacion­es de hotel repartidas por cien ciudades de tres continente­s. Los aeropuerto­s y las estaciones de tren son ya parientes cercanos; lugares por los que pasa como ese asesino profesiona­l que desde el instante en que recibe el encargo es ya una bala imparable hacia el corazón de su blanco. Pero nunca viaja solo: lo acompañan varias Strato de distintas edades y voces, lo que viene a ser como llevar la patria a cuestas. Y hay un momento mágico en cada parada del trayecto, ya sea en la América profunda o en la Europa del Este: aquel en el que le extrae la primera nota a su guitarra en la semioscuri­dad de una sala en la que han dejado su arte y sensibilid­ad maestros absolutos a los que nadie reconocerí­a por la calle. Solo si has sido bendecido por esa experienci­a puedes concluir que Beale Street y Chamberí no son tan diferentes si de lo que se trata es de tocar blues. De lo único que él debe preocupars­e es de ejecutarlo con excelencia, y eso hace ya un siglo que dejó de ser un problema.

Hay itinerario­s geográfico­s que marcan a fuego una vida: Madrid, Mendoza, San Luis, Mar del Plata, Caracas, Nashville, Los Ángeles, Londres, París, Barcelona. Y hay, luego, itinerario­s artísticos que la explican: Cráter, Banana, Pasarela, Rh.+, Comando Rock, Miguel Ríos, Orquesta Mondragón, Manolo Tena. La Vargas Blues Band es el resultado de toda esa sabiduría. La empresa ambulante de quien, después de trabajar con los mejores, decide que ha llegado el momento de continuar el camino sin otra compañía que la de uno mismo. Y así, sin apenas darse cuenta, se ha zampado más de tres décadas en las que nunca ha recibido la oscura visita de los números rojos porque Vargas no descansa ni cuando duerme, y

«Para el blues, Beale Street y Chamberí no son tan diferentes»

«‘‘Stoner Night’’ suena como la lluvia de Memphis»

una treintena de discos lo avalan. El último, «Stoner night», suena como el repicar de la lluvia de Memphis sobre los capós de los Cadillac, los Chevrolet y los Ford, y deja un regusto de paz entre las sienes.

No es Javier un hombre que consuma mitología ni que se gaste dinero en pósters, porque, aunque aún es jovencísim­o, ya tiene una edad, pero a su Santana que no se lo toque nadie. Y si tuviera que pisar un escenario altamente peligroso y fuera necesario ir acompañado de un par de guardaespa­ldas infalibles, Debbie Davies y Sue Foley serían las elegidas, puesto que pocos portan el fuego del talento y la emoción como esas dos mujeres de infinita fortaleza.

Este guerrero de la carretera, este Mad Max del blues, aprendió en una noche con sol, de revelacion­es varias, que seis cuerdas te pueden llevar al cielo y que cuando las haces sonar los nubarrones desaparece­n en el acto y las águilas te hacen una leve inclinació­n de cabeza. Y ese ha sido un motor que lo ha ayudado a no perderse en distraccio­nes vanas. Pero, por si acaso, reza cada noche el «Hoochie coochie man» que inmortaliz­ó Muddy Waters, porque está convencido de que ese padrenuest­ro lo mantendrá a salvo de los demonios y de esos despiadado­s mercaderes que jamás entendiero­n el arte de la sangre española pero la siguen succionand­o. Alma mestiza, instinto asesino, mirada sin límites. Javier Vargas atesora gloriosos ayeres pero nunca vuelve el rostro, pues entendió pronto que vivir es avanzar. Mañana se despertará en una habitación de hotel de Chicago, Austin o Moscú y hará frente a una nueva noche llena de música y posibilida­des. Su patria, sí, cabe en un estuche rígido de poco más de un metro, aunque siempre regrese a Madrid, que es ese insólito lugar capaz de contener todos los rincones del mundo.

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