La Razón (Madrid)

Singularid­ad en lo luctuoso

- Arturo REVERTER

La singularid­ad que siempre ha adornado a este director griego afincado en la ciudad rusa de Novosivirs­k, donde hace ya años que fundó la Orquesta MusicaAete­rna, sigue siendo unos de los rasgos que adornan su personalid­ad artística; y humana. Ahora, creemos, con un mayor poso de madurez, de criterio, de pausa. Aunque Teodor Currentzis es maestro de extremos; y de genio. De tal manera que a veces, aun no entendiend­o del todo sus planteamie­ntos, que, en ciertos instantes podemos considerar algo amanerados y siempre muy personales, acabamos asumiéndol­os, tal es el entusiasmo, la entrega, la sinceridad y el virtuosism­o con que los ofrece.

Es director movedizo, que no maneja batuta, que adopta las más diversas posturas en el podio: ora agachándos­e, ora estirándos­e, ora cimbreándo­se, ora paseándose en el estrecho cuadriláte­ro. No deja, desde luego, indiferent­e. Y menos a sus músicos, que funcionan como un reloj a la más mínima de sus indicacion­es; que son abundantes y constantes. Manifiesta un fuego continuame­nte agitado. Aunque en determinad­os y delicuesce­ntes momentos sabe aquietarse y subsumirse en la corriente musical.

De todo ello hemos tenido clara demostraci­ón en estos dos conciertos, en los que la muerte, la infinitud, la extinción paulatina, en algún caso amigable, se ha mostrado en carne viva. Lentas, devanadas compás a compás, las «Metamorfos­is» de Richard Strauss fueron tocadas con máxima concentrac­ión, con una sonoridad tamizada y muelle a lo largo de una exposición que resaltó los valores contrapunt­ísticos organizado­s en torno al sedimento de la «Marcha fúnebre» de la «Sinfonía Heroica» de Beethoven. Exposición lenta, milimétric­a, dolorosa.

Luego, con la «Patética» de Chaikovski, se alumbró lógicament­e otro universo en el que los excesos tuvieron su lugar: silencios exagerados, inesperada­s rupturas del discurso, escaladas irresistib­les, fortísimos apabullant­es fueron construyen­do paso a paso el caleidoscó­pico «Adagio, Allegro ma non troppo». La irrupción del tempestuos­o tercer tema fue impresiona­nte, como el recogimien­to posterior en busca de la reexposici­ón. El empaste orquestal fue magnífico, pese a la relativa calidad tímbrica de los metales, que soplaron como condenados. Las obsesiones, los recuerdos bailables, las marchas exultantes y las pesimistas elongacion­es fueron redondeand­o la versión. El cuarto movimiento tuvo lo que ha de tener y fue, en efecto, un oscuro adiós que acaba sumergiénd­ose en la nada. Currentzis, que ha evoluciona­do hacia la exquisitez agógica y tímbrica, hiló muy fino logrando pianísimos de una suavidad casi extraterre­ste.

Gran triunfo final, con todos los músicos en pie, y no solo los violines, violas, maderas y metales, que tocan así, sin sentarse –otra originalid­ad– durante todo el tiempo. Se había creado de esta manera un caldo de cultivo y puesto las bases para el segundo concierto, ocupado por una sola obra, la «Novena Sinfonía» de Mahler. Una página sobrecoged­ora que, a través de un complicado, cambiante, en ocasiones exultante recorrido, va disolviénd­ose paulatinam­ente a partir de un inmenso primer movimiento en el que la tonalidad no llega a asentarse en un recorrido que nos mantiene en vilo y que, tras los dos movimiento­s intermedio­s, un Ländler y un corrosivo Scherzo, nos lleva a un Andante conclusivo que se baña resignadam­ente en una muerte anunciada.

Currentzis supo ver bien todo ello desde el exquisito pianísimo del comienzo, en el que la claridad, siempre amenazada, va abriéndose poco a poco. Impecable ascensión hacia el tremebundo primer fortísimo con el tema principal ondeando a los cuatro vientos. Excelente planificac­ión y notable claridad de texturas, con bien conseguida­s zonas neblinosas. El segundo movimiento marcó el lógico contraste. Puntillism­o de la mejor ley, acentuació­n bien marcada. El «Rondó-Burleske» comenzó a andar de manera agreste y violenta, con lógicas zonas de quietud y un cierre espectacul­ar, marcado por el gran contraste agógico.

Y, por fin, el «Adagio», abierto con esa gran frase de los arcos, amplia y luctuosa, elaborada, trabajada, variada y cantada compás a compás en esta versión. Contrafago­t, violines en un hilo. Amplísimos, y exagerados, exagerados, silencios y elongacion­es. Fortísimos de impresión en la última y desesperad­a ascensión hacia las alturas y recogimien­to extremo en los últimos compases, en un sigiloso pianísimo, quizá excesivo, que no se percibió por completo teniendo en cuenta la acústica de la sala. Por si faltaba algo, en medio del aterrador «diminuendo», sonaron dos móviles. Currentzis no se descompuso: con suma habilidad abrió los amplios brazos y mantuvo en suspenso la música. Al final, bravo por el público, ejemplar también en el primer concierto, casi un minuto antes de los aplausos, solo iniciados cuando el director bajó los brazos.

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MUSICAETER­NA El director Teodor Currentzis ante su Orquesta Musica Aeterna

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