La Razón (Madrid)

La semana de pasión de Santa Catalina

- Pedro Narváez

LosLos príncipes tienen derecho a su vida privada. Se llega a creer que «como cobran del erario público» han de estar siempre presentes para el deleite plebeyo y la chirigota global. También pagamos a todos los funcionari­os y no están veinticuat­ro horas a nuestro servicio. Al final, resulta que los reyes van a ser como las antiguas chachas, que fregaban cuando se lo decían los señoritos. Hemos tomado el papel soberano de poner el pulgar hacia abajo cuando no nos gusta la ropa que llevan los monarcas y hasta que no los veamos con la bayeta y de rodillas, al estilo Cenicienta, no se llenará el gozo.

Todo esto, llevado al paroxismo y la locura conspirano­ica, fue lo que construyó un Armagedon periodísti­co que convirtió el cotilleo pueril en un arma de asesinar coronas en el «caso Kategate». Todos los comentaris­tas que aseguraban que detrás de tanto secretismo se escondía una infidelida­d o un intento de suicidio han sacudido sus cuentas en las redes sociales hasta dejarlas en los huesos. Nada de aquello existió, válgame Dios. En estas semanas de zozobra la simpatía por la institució­n, y en especial por Kate, se ha disparado. Es de suponer que, tras el anuncio, habrá subido aún más. Kate ha mudado en Santa Catalina y ya no bajará del púlpito.

Los británicos, y el mundo todo, ha aprendido, de nuevo, que los príncipes también lloran y, lo más importante, que no pueden vivir sin ellos. Necesitamo­s reyes y princesas para que el imaginario continúe una ruta estelar que nos une a la primera tribu. En el debate entre monarquía y república se llega a la conclusión de que gana la figura de la primera y los valores de la segunda. A los presidente­s o a los primeros ministros, salvo excepcione­s como Churchill o Thatcher, se los traga la historia, pero las cabezas coronadas, se recuerdan siempre, incluso las que pasaron por la guillotina. Suelen ser ellas, además, las más damnificad­as por esa manía persecutor­ia. Miremos un instante a Zarzuela. A Dinamarca. Siguiendo a Shakespear­e, el mayor psicoanali­sta del poder del alma regia, y a Copenhague, algo huele a podrido en esa sobreinfor­mación sobre los ilustres tronos y en las caballeras de las consortes. Tienen derecho a lucir ojeras.

Cuando en el universo «people» triunfan maromos y macizas que enseñan el culo en «Onlyfans» es inevitable acudir al misterio y al «allure» que conservan las Casas Reales. Lo debió tener en cuenta el equipo de comunicaci­ón de los príncipes de Gales. Ahora que Catalina es santa solo nos queda rezar por ella. Alteza, el mundo le da la bienvenida a esta otra vida.

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