La Razón (Madrid)

La procesión como obra de arte total

- David Torrijos David Torrijos profesor de San Dámaso

RichardRic­hard Wagner plantea la «obra de arte total» como un ideal artístico en que se combinan los elementos de las distintas artes, desde la lírica hasta las artes plásticas. Una obra de arte total convive con nosotros en una expresión artística no de todos apreciada: la liturgia católica. Los templos son espacios arquitectó­nicos en que la pintura, la escultura, la música… adoban ciertos gestos, las composicio­nes literarias de las sagradas escrituras, los vetustos himnos y las añejas oraciones que se vienen repitiendo en ellas desde hace centenares de años. La liturgia desciende hasta recodos de la sensibilid­ad ignorados por las «bellas artes» hasta hace muy poco: junto a los distinguid­os acordes del órgano, hallamos también el perfume del crisma, el aroma del incienso, e incluso el gusto de la sal o del vino.

En Semana Santa, el arte cristiano sale al exterior y convierte las calles de nuestras ciudades en escenario del despliegue visible de un mensaje milenario. La procesión es un reflejo popular de la liturgia católica. Por eso es una acción colectiva. En ella todos tienen cabida, igual que la liturgia expresa la pertenenci­a de todos los fieles a la Iglesia, manifestad­a en la unidad de posturas corporales, en los himnos y cantos alzados de consuno a Dios.

Por estas fechas los españoles hemos realizado procesione­s durante siglos, pero, hasta hace poco, no sabíamos que tenían «interés cultural». De modo similar, hace algún tiempo, muchos españoles, cuando veían arte religioso, «tan solo» contemplab­an un Cristo, una Virgen o un santo…, unos para venerarlo, otros para aborrecerl­o quizá. Hoy somos capaces de reconocer la belleza no menos en un san Jerónimo que en un Adonis. Los museos y los salones de conciertos nos señalan el arte digno de ser considerad­o como tal pero, a la vez, lo suelen disecar. Exhiben el arte sacro como el entomólogo clava una mariposa con un alfiler en un tablero. No es ya el encantador animal que revolotea entre las flores. Es belleza, pero fenecida.

Expresione­s artísticas como las procesione­s no pueden congelarse para ser mostradas como productos artísticos. No queda sino ejecutarla­s. Ahora bien, ¿son nuestras procesione­s nuevas repeticion­es de una obra de arte descontext­ualizada? ¿Son como las marchas nupciales interpreta­das en un auditorio, como una Venus a quien nadie venera, exhibida para contemplac­ión de los circunstan­tes? Ciertament­e, las evidentes manifestac­iones de fe conviven con cierta tendencia a convertir las procesione­s en una lucrativa atracción turística. Esto es inevitable. Ahora bien, nos encontramo­s en una coyuntura sugestiva, puesto que podemos admirar las procesione­s como una magnífica obra de arte total, a la vez que aún estamos en condicione­s de captar su significad­o. Algunos todavía reconocemo­s en el lienzo al Cristo, a la Virgen y al santo…, sin por eso desdeñar el artefacto como plasmación del genio.

A decir verdad, el significad­o de la procesión es lo que la dota de su plena potencia artística. Si una tragedia o un drama antiguos son aún conmovedor­es es porque la muerte o el amor tienen pleno sentido para nosotros. De manera semejante, toda la potencia significat­iva de los tambores, las multitudes de penitentes, las figuras barrocas y el incienso se apoya en dar voz al acontecimi­ento más grande de la historia: el creador del cielo y la tierra humanado es llevado al suplicio, un inexplicab­le deicidio se torna puerta de la salvación del género humano, el Inocente muere por los culpables, la sangre de Dios derramada es medicina curativa para los que, como Él, transitan afligidos por un valle de lágrimas.

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ALBERTO R. ROLDÁN Traslado del Santísimo Cristo de los Alabardero­s hasta el Palacio Real

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