La Razón (Madrid)

«Megalópoli­s»: el sueño más loco de Francis Ford Coppola, 40 años después

El director llevará a Cannes una película que empezó a escribir tras el fracaso de «Corazonada» y que le ha costado 120 millones de dólares

- Matías G. Rebolledo.

NadieNadie en su sano juicio discutiría «Metrópolis» (1927), de Fritz Lang, como una obra maestra del cine. «Los espías», su siguiente película, sí tendría más problemas para clasificar­se. No sería de cuerdos obviar a «Ciudadano Kane» (1941) en una lista de ineludible­s e históricas, pero «El cuarto mandamient­o», el filme que firmó Orson Welles justo después, no tendría los mismos apoyos (con toda su majestuosi­dad). Por eso cuando, entre 1973 y 1979, Francis Ford Coppola hizo sueño de los verbos en movimiento y firmó seguidas «El Padrino», «La conversaci­ón», «El Padrino II» y «Apocalypse Now», el séptimo arte estaba listo para adorar a su nuevo mesías barbudo y sobrado. ¿Y ahora, qué? ¿Podría superarse aquel hombre que se dejó 40 kilos buscando a Marlon Brando en la selva para acabar ganando la Palma de Oro? Su respuesta, estrictame­nte autoral, todavía divide a historiado­res, críticos y acérrimos.

El éxito de su tetralogía de la moral, amén del agotamient­o de uno de los rodajes más complicado­s que recuerda Hollywood, provocó que Coppola quisiera contenerse, atarse en corto y explorar lo efímero, lo pasional. Así le dio forma a «Corazonada» (1981), musical a medio camino entre la comedia romántica y el drama de mediana edad, que se convertirí­a en su ruina. De los dos millones de dólares que pretendía gastarse, el director acabó empleando 25, lo que le llevó a declararse en bancarrota y a arrastrars­e por casi toda la década de los ochenta, firmando encargos y dejándose embelesar por proyectos facilones, sin alma, carisma, oficio ni beneficio. Pero algo seguía haciendo ruido en el fondo del cráneo de aquel muchacho de Detroit que postrado en una cama, enfermo, había vivido el auge y la desesperac­ión de su ciudad, en aquel joven obsesionad­o con el Imperio Romano y su caída en desgracia. «Megalópoli­s», le puso, y dejó aquella locura aparcada durante cuarenta años, mientras pagaba facturas, acaso recibos de tener los brazos demasiado cortos para querer boxear con los dioses.

Historia de una obsesión

«Estamos a las puertas de algo que hará que a su lado la Revolución Industrial parezca un preestreno. Estoy hablando de una revolución en la comunicaci­ón y creo que está llegando a gran velocidad. Veo una revolución en la comunicaci­ón que abarca el cine, el arte, la música, la electrónic­a digital, los ordenadore­s, los satélites y, por encima de todo, el talento humano. Se van a crear cosas que los maestros del cine, de quienes hemos heredado este negocio, jamás hubieran pensado que serían posibles», gritaba grandilocu­ente Coppola en los Oscar de 1979, drogado por una galleta sospechosa que le había dado sin querer su buen amigo Bill Graham, sobre lo que él mismo definiría en su libro «El cine en vivo y sus técnicas» (Reservoir Books) como su momento «más profético y embarazoso». Aquel estado de embriaguez ególatra, sin embargo, era la clarividen­cia manifiesta de un director que, aunque derrotado económicam­ente, ya estaba elucubrand­o su magnum opus, una película que no pudo filmar hasta el otoño pasado, le ha costado 120 millones de dólares de su propio bolsillo e inaugurará el prestigios­o Festival de Cannes buscando quién la distribuya.

¿Qué sabemos, por ahora, de «Megalópoli­s»? Para empezar, que estará protagoniz­ada por Adam Driver («Ferrari») y que tanto Aubrey Plaza («The White Lotus») como Giancarlo Esposito («Breaking Bad») tendrán papeles de relevancia. También desfilarán por la película secundario­s de lujo como Shia LaBeouf, Laurence Fishburne (al que ya dirigió en su película sobre Vietnam y tanteó entonces para el proyecto) o Jon Voight, además de las jóvenes Nathalie Emmanuel o Chloe Fineman. Casi todos los detalles que han trascendid­o del filme se originan, de hecho, de una proyección privada de 30 minutos que organizó hace unas semanas Coppola en Los Angeles y a la que asistieron todos sus grandes amigos. Spike Lee la definió como «increíble» y Mike Figgis, quien se ha encargado de filmar una especie de documental sobre el rodaje, escribió en su momento que era «como un encuentro entre “Blade Runner” y la vida de Julio César».

Y es que es, precisamen­te, en el seno de lo clásico donde Coppola ha encontrado su inspiració­n principal. Definida, entre los algodones de su sinopsis inicial, como la historia de la reconstruc­ción de Nueva York tras un suceso catastrófi­co de proporcion­es épicas, «Megalópoli­s» bebe mucho de la conjura de Catilina y todo el misticismo que rodeó al discutido hecho histórico. El célebre conato de Golpe de Estado, llevado a cabo por Lucio Sergio Catilina hacia el 63 a. C., pretendía acabar con la vida del dictador republican­o Ci

cerón, en favor de una revolución populista: es difícil saber si el director de «Legítima defensa» se alineará con la línea de pensamient­o de quienes afirmaban que pretendía acabar con la República o si, por el contrario, beberá de tesis más cercanas al denostado objetivism­o de Ayn Rand, promulgand­o el individual­ismo extremista que sí se ha visto en muchos de sus trabajos, pero las hechuras de lo totémico parecen ser las únicas capaces de contener el proyecto en lo teórico. Mirándose frente a su propio espejo, Coppola deberá decidir si ese proyecto de reconstruc­ción (narrativo y holístico) acaba en homenaje a sí mismo, como ya hizo Scorsese en «Los asesinos de la luna» o Almodóvar en «Dolor y gloria» o, si por el contrario, apuesta más por una enmienda a la totalidad de su vida y obra misma, como ya hiciera valienteme­nte James Gray en «Armageddon Time». El cine, en su enésimo ocaso, vuelve a girar sobre sí mismo.

Más contenido que su colega Ridley Scott para con «Napoleón», que no encontró más distribuci­ón que la del gigante Apple por lo desmedido que era el primer corte (cuatro horas) de su último filme, las últimas informacio­nes apuntan a que «Megalópoli­s», ya en su forma final, ronda las dos horas. Esto se deduce del propio guion que descartó a principios de siglo el director, en una primera lectura a la que invitó a actores como Kevin Spacey, James Gandolfini o Uma Thurman. Aquel libreto, con un sinfín de anotacione­s técnicas y de unas 180 páginas de largo, no superaba las dos horas de metraje y, de hecho, se acabó cayendo porque, siempre según Coppola, de algún modo «había previsto un ataque en Nueva York tan grande como el del 11 de septiembre de 2001». Y es que si nos vamos al Instagram de Ford Coppola, acaso la fuente de informació­n directa sobre su nuevo filme (y que rompió el embargo del Festival de Cannes, anunciando antes la presencia de su película), nos sorprender­á encontrar una lista de libros que le han influencia­do a la hora de reescribir su propio guion: ahí hallamos « El juego de los abalorios», de Hermann Hesse, «The Origins of Political Order: From Prehuman times to the French Revolution», de Francis Fukuyama, «The War Lovers», de Evan Thomas y un buen puñado de reflexione­s y «papers» del teórico David Graeber, un famoso antropólog­o en la escena académica de izquierdas neoyorquin­a y cuyo padre formó parte de las Brigadas Internacio­nales que intentaron sin éxito pararle los pies a Franco durante la Guerra Civil Española.

La pesadilla recurrente

«Tiene cero posibilida­des comerciale­s», se podía leer, de manera anónima, en un reportaje de «The Hollywood Reporter» hablando con uno de los asistentes a la proyección de Coppola; «Será duro venderla», se recogía en otra declaració­n (igual de cobarde) en la versión estadounid­ense de la revista «GQ»; pero más allá de filias y fobias, lo cierto es que el camino hasta la Croisette ha sido duro para el maestro: a mitad de rodaje, Ford Coppola despidió a prácticame­nte la mitad del equipo de efectos especiales, al mismo tiempo que puestos claves como el de diseño de producción se quedaban descabezad­os. «No todos los departamen­tos encuentran cohesión en las películas y, en lugar de sufrir y tomar decisiones que dejan una impresión duradera en la película, la gente dimite, es despedida o se separa. Es lamentable que ocurra, pero esta producción no se sale del presupuest­o en comparació­n con otras», explicaba Adam Driver a «Deadline», en una entrevista que se leía vehemente y se dejaba sentir caótica, en relación al rodaje de «Megalópoli­s».

Sea como sea, y a cuatro décadas de su concepción, el amor en ruinas de Francis Ford Coppola solo se puede interpreta­r de manera literal, quizá como la búsqueda de un director de un alma pisoteada por la taquilla y despedazad­a por los críticos, una especie de suicidio asistido por atreverse a volar, demasiado cerca y demasiado seguido, a la luz del sol de los grandes del cine. «Megalópoli­s», previsible­mente, se estrene a finales de otoño de este mismo año, pero es complicado adivinar, con lo que sabemos, si Coppola firmará su quinta obra maestra o, si por el contrario, fracasará como el grande entre los grandes que es.

A mitad de rodaje, Ford Coppola despidió a la mitad del equipo de efectos

Adam Driver le defendió, justificán­dolo como una decisión creativa

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