La Razón (Nacional)

El médico, a caballo

- Abel Hernández

E sta peste que nos toca sufrir, con el parte diario de contaminad­os y muertos, con las urgencias de los hospitales saturadas, el miedo en el cuerpo y la acuciante espera de la vacuna o de otro remedio milagroso contra el coronaviru­s, me trae a los cristales rotos de la memoria la figura de don Manuel, el médico, un hombre de fuerte personalid­ad, que llegaba al pueblo a caballo y solía parar en nuestra casa. Más de un día lo vi, de niño, con la ropa mojada del camino secándose a la lumbre en la cocina. Don Manuel había sustituido al acabar la guerra a don Higinio, que fue el que atendió a mi madre en el parto, a la luz de un candil, cuando yo llegué al mundo, un día que nevaba. Por lo que me han contado, fue un parto difícil. Puede que le deba a ese médico rural la vida.

El médico vivía en San Pedro Manrique, cabeza de la comarca, y acudía cuando lo llamaban. Tenía que atender a una docena de pueblos por caminos de herradura y senderos de cabras, quemara el sol o cortara la cellisca el resuello a la caballería. Ahora las Tierras Altas son un cementerio de pueblos, pero entonces, en la posguerra, todas las aldeas estaban superpobla­das. Así que no le faltaba tarea al médico, que estaba disponible día y noche.

Venía provisto de un pequeño maletín negro con el fonendosco­pio, el aparato para medir la tensión y un mínimo botiquín de primeros auxilios. Sin más ayuda de la casa que un caldero de agua caliente, tenía que enfrentars­e en la más estricta soledad, en lóbregas alcobas sin luz eléctrica, a los partos, que a veces venían complicado­s. No siempre llegaba a tiempo y, en esos casos, las mujeres mayores, con su pañuelo negro a la cabeza y su larga saya oscura, hacían de parteras.

Aquellos campesinos sólo llamaban al médico en caso de gran necesidad. Para los trastornos ordinarios recurrían a remedios naturales: vapores de hierbas aromáticas del campo, manzanilla de los prados, emplastos, friegas, ventosas en el pecho…; y en caso de roturas se acudía al bizmero. Mi abuelo Natalio, sin ir más lejos, murió con 93 años sin haber visitado nunca al médico. En ninguna casa había termómetro ni un tubo de aspirinas. Regía entre aquellos campesinos una estoica o cristiana resignació­n. Uno se moría porque le había llegado su hora y pasaba automática­mente «a mejor vida».

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