Luto por el arzobispo que reinventó la diócesis castrense
Juan del Río es el primer prelado español en ejercicio fallecido por coronavirus
A Don Juan le faltaban galones que merecería y le sobraba la humildad que se trabajaba. Se le pidió ponerse al servicio de los ejércitos y de Zarzuela cuando más de uno le veía ya con un báculo sevillano. Y correspondió haciéndose uno más de la tropa. O mejor dicho, convirtiendo la tropa en rebaño. Porque él hizo de una diócesis sin territorio, una comunidad con sentido de Iglesia, siendo padre para los curas, hermano para los militares y apoyo para los ministros. La lealtad y discreción del arzobispo ha sido bálsamo ante revuelos institucionales varios. Lo saben de Chacón a Rubalcaba, de Morenés a Cospedal. Cospedal. Y, por supuesto, para Margarita Robles. Cuando ayer dijo que «todos le queríamos enormemente», no era un cumplido. Hilo directo. La relación Iglesia-Estado basada en una colaboración mutua que se hizo amistad en medio de la pandemia. Si ella activó la UME, Don Juan ha hecho lo propio con sus capellanes, que llevan jugándosela en primera línea de fuego como el que más. Como él.
Sacar los mejor
Un rebaño estratégico el de Don Juan para un cristiano de primera que se las sabía todas. Para sacar lo mejor del otro. Solamente así se entiende que se sacara una Cáritas castrense donde no la había, para canalizar la solidaridad y fraternidad innata del soldado.
Con un arranque de buen humor por la gracia de Dios, un don cultivado para romper distancias y una oratoria de encandile propia de un predicador de primera, ejerció de hombre de Estado. Con todo y con todos. Por eso puso en él la mirada la Corona para entregarle su capellanía real. No erró el Emérito cuando despreció la mitra que le querían engatusar. Y también lo ha sabido apreciar Felipe VI.
Le enrolaron en el cuartel, cuando Sevilla ya le había guiñado el ojo para ser su arzobispo al verle pastorear en Jerez. Aunque quien le tenía completamente ganado era la Blanca Paloma. Su patrona. A la que se encomendó cada tarde en el confinamiento, uniéndose al rezo diario aunque fuese telemático.
Porque el castrense era hombre de redes. Un tuitero más. Un comunicador. Y no solamente porque fuera el obispo de acompañar a los periodistas en la Conferencia Episcopal. ¿Su pasión? Los medios. Y la búsqueda de la verdad ante todo. Le molestaba el periodismo capillita. Tanto o más que el ombliguismo eclesiástico. Porque Don Juan no se callaba ni una. Por eso ejerció de voz de la conciencia entre los obispos. Sin alharacas. De puertas para adentro. Autocrítica desde la comunión. Desde esa fidelidad al Evangelio de la que sentía deudor. Desde esa honestidad castrense que bien le habría valido un cardenalato.
Hace una semana le sedaban e intubaban en la UCI del Hospital Gómez Ulla. A partir de ahí, la agonía de todo aquel que cierra los ojos ajusticiado por el coronavirus. El primer obispo en ejercicio que se lleva esta maldita pandemia. El primero también en servir a un bien común que se llama España.