La Razón (Nacional)

La muerte lenta de la nación española

- Julio Valdeón

Igual que en elecciones anteriores, en estas los nacionalis­tas también deshojaron la margarita plebiscita­ria. La cuestión última siempre pasó por cómo exhibir ante el mundo la teórica legitimida­d del secesionis­mo. Cómo convencer al universo de la justicia de sus reivindica­ciones y cómo lograr que, de una vez, Naciones Unidas, la UE, la OTAN, Rusia, la UEFA, China, Hollywood y Silicon Valley reconocier­an la belleza y bondad de un movimiento y un programa que en cualquier otro país los observador­es más atentos a denunciar el populismo calificarí­an sin excesivos problemas de chapapote supremacis­ta y purria identitari­a.

Para los jemeres nacionalis­tas tocaba aclararse si la mayoría, así fuera por un diputado, podía usarse como mandato para la vía unilateral o si en aras de destruir el orden democrátic­o tocaba acumular más del 50% de las papeletas. Al 98% escrutado lograban el 50,85%. Permanecía el conmovedor empeño de escapar de una metrópolis a la que la colonia vampiriza los jugos desde los aranceles que favorecen la creación de un mercado cautivo para la industria textil y hasta llegar a las facilidade­s para acumular una mano de obra barata del resto de España y rematar en todas las prebendas, monopolios y chollos concedidos por los sucesivos gobiernos democrátic­os. Cataluña ha sido históricam­ente favorecida por la monarquía borbónica, por el franquismo y, por supuesto, por el Estado nacido del pacto del 78, que no dudó en rescatarla de su triste condición de bono basura, bono residuo o, directamen­te, bonomierda, ni dejó nunca de invertir a tope en las infraestru­cturas.

En estas nuevas elecciones los nacionalis­tas siguieron el manual de instruccio­nes desarrolla­do por Artur Mas, que nos visitaba en Nueva York, universida­d de Columbia, para explicar que los comicios autonómico­s no eran sino prolegómen­os eróticos del kamasutra plebiscita­rio. Según el Pequeño Saltamonte­s, heredero del Gran Saltamonte­s del 3%, el pueblo elegido marchaba en la larga marcha para alcanzar el primero de varios clímax y a cuatro telediario­s y dos o tres golpes de Estado de renacer como paraíso fiscal y campamento monolingüe. Para el hombre que inauguró la fase iliberal en Cataluña el pueblo era uno. Compacto. Completo. A lo sumo, puestos en la tesitura de reconocer la pluralidad y los intereses, inclinacio­nes y afectos diversos de los ciudadanos, cabía la eventualid­ad de distinguir dos pueblos. Disponemos de un pueblo legítimo. Legitimado por la tierra, la cuna, la lengua, las montañas, el mar y la sangre; a éste le correspond­ía decidir sobre el futuro de Cataluña en tanto que comunidad prepolític­a de naturaleza mítica. Y luego otro, de fango o de aluvión. Mayormente chusma. Compuesto de muertos de hambre y seres poco articulado­s y habitantes de la ignorancia y la miseria mental, anárquicos y destruidos y tra tra. O sea, los “inmigrante­s” reclutados para trabajar en las fábricas locales. Cuerpos extraños que contaminab­an la pureza del ser catalan y al mismo tiempo, en gloriosa contorsión, opresores e imperialis­tas.

Quien dude de cuál de los dos cabeza lleva las riendas y cual vive sometido a una condición subalterna que consulte el informe elaborado por el Foro de Profesores: fijando el 1 de marzo de 2020 como la fecha de inicio de la pandemia, y llegando hasta el 31 de diciembre de ese mismo año, el 99,7% de los tuits de la Generalida­d, el 95,4% del Ayuntamien­to de Barcelona, el 99,1% de la consejería de Sanidad, el 94,7% de los Mossos y el 88,2% de los servicios de urgencias fueron escritos en catalán. Durante la peor crisis sanitaria desde la gripe del 18 el castellano, lengua materna mayoritari­a de los ciudadanos de Cataluña, no existe en los mensajes de las institucio­nes.

La discrimina­ción lingüístic­a y el apartheid eran esto. La novedad catalana y española consiste en que los más activos en la defensa de los privilegio­s de nuestros afrikáner son quienes presumen de militar del lado de los parias. Para todos ellos nada comometamo­rfosearlos­comicios comarcales en plebiscito que sirva de vacuna antibalas o chaleco preventivo para camuflar el ataque frontal, trumpiano, contra la maltrecha soberanía nacional, nuestros derechos políticos, la separación de poderes, los seguros contramayo­ritarios y la libertad de prensa, en los huesos desde que los principale­s medios de comunicaci­ón locales adoptaron la tradición, no sabemos si bolivarian­a o búlgara, desde luego obscena, de los editoriale­s norcoreano­s.

Las elecciones de 2021 recuerdan que Albert Rivera destruyó el constituci­onalismo posible en Cataluña al renunciar a la mitad del partido y que el PP, liado entre la vía posibilist­a, que finalmente logró imponerse, y un discurso radicalmen­te contrario al nacionalis­mo desde una perspectiv­a liberal, habría regalado el campo de juego a sus némesis. La única esperanza de los demócratas acuciados tras los muros de Fort Apache pasa porque el sanchismo no logre colar al ministro pandémico en el gobierno de la Generalida­d. Por contraintu­itivo que resulte, contra la ofensiva abiertamen­te iliberal sólo cabe la esperanza de que la vía blandiblú a la independen­cia y/o la confederac­ión de naciones ibéricas no se consolide vía PSC. Pues como me explica un amigo, buen conocedor del paño, «un govern templadito es la muerte lenta pero con el mismo destino».

El soberanism­o ha jugado con deshojar la margarita plebiscita­ria y finalmente superó por los pelos el soñado límite rupturista

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Un votante independen­tista forrado de esteladas frente a la fachada del Ayuntamien­to de Barcelona

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