El poeta de la escritura invernal
Escribía Joan Margarit que «por más bello que sea, un buen poema/ ha de ser siempre cruel./ No hay nada más. La poesía es hoy/ la última casa de misericordia». Quizás, pocos versos contengan de una manera más intensa el «ontos» del enorme universo poético del autor catalán que éstos ahora citados, pertenecientes a su libro «Casa de misericordia», que recibió el Premio Nacional de Poesía 2008. De un lado, la crueldad; de otro, la misericordia. En ambas orillas, la poesía.
El «espíritu cruel» de la poesía de Margarit viene dado por la constatación de la pérdida: la de la infancia, la de la juventud, la del amor. Nacido en 1938, su niñez transcurre en la posguerra –la cual ya se vive como una realidad faltante. Y de esos primeros años de posguerra se salta elípticamente en el tiempo a los últimos años de posguerra: «Ser viejo es una especie de posguerra./ Sentados a la mesa en la cocina,/ limpiando las lentejas/ en los anocheceres de brasero,/ veo a los que me amaron». El grueso de la poesía de Margarit es un intento de cercar la ausencia, de tentar su perímetro, de degustar su sabor, de oler su remoto aroma: «Es triste poner Gershwin sin/ poder abrazarte./ Somos el blanco y negro de una / vieja película». El duelo por la pérdida adopta un tenor mensurado que decanta su expresión del lado de lo apolíneo. En Margarit, el dolor causado por la pérdida es un sonido de fondo que desgarra ordenadamente la realidad, sin excesos ni hipérboles dramáticas. La rememoración provoca frío. De hecho, su escritura es invernal. No posee esa típica y luminosa sensualidad del Mediterráneo, sino otra–no menos corporal– que nace de la inmersión en la segunda vez de las cosas. La poesía es el resto de lo vivido, la monumentalidad de lo poco que queda. A veces, incluso, las palabras solo sirven para registrar la desaparición de lo ya desaparecido: «Hoy que la soledad/ es la última forma del amor,/ esta triste ciudad ha hecho que pierda/ lo que había perdido, ya, de ti».
Ahora bien, de la misma manera que la poesía se nutre de restos, que lo poético es un arte que refleja la cruel sensualidad de los fantasmas, se puede afirmar –regresando a los primeros versos–, que la poesía es «la última casa de misericordia». Precisamente porque reconoce el hueco de lo ausente, la poesía es el único refugio contra el olvido. Lo que no se recuerda no se ha vivido. Y Margarit convierte su corpus poético en una impresionante constatación de «haber vivido». A fin de cuentas –y como confiesa en uno de sus poemas más célebres–, lo que queda de la vida son unas cuantas cartas de amor que nunca nos abandonarán; unas cuantas palabras que retienen los fantasmas de lo que una vez fue real.
«Joan Margarit convierte su corpus poético en una impresionante constatación de haber vivido de manera plena»