La Razón (Nacional)

El mito del «negocio» de la Iglesia

Los monjes de Santa María de Huerta desmontan a LA RAZÓN la polémica de las inmatricul­aciones

- POR JOSÉ BELTRÁN GONZALO PÉREZ

Vivir en un monasterio. ¿Un negocio rentable? A Isidoro se le escapa una carcajada. «Sí, para la Administra­ción…». No puede evitar reírse cuando se le insinúa que él y sus monjes viven como reyes, que hicieron un apaño del quince al inmatricul­ar una mole del siglo XII durante la horquilla que la Ley Hipotecari­a de Aznar abrió entre 1998 y 2005. Pasada la broma, su voz se oscurece al ahondar en la cuestión: «¿A estas alturas alguien va a cuestionar de quién es un convento o una catedral? Es de Perogrullo la mera insinuació­n, como lo es pensar que esto genera un beneficio o que se quiere especular con ello», comenta el abad de Santa María de Huerta, en Soria, que vive con el alma puesta en Dios, pero con los pies aterrizado­s en el hoy junto a sus hermanos de comunidad, 17 monjes cistercien­ses que se mueven entre los 35 y los noventa y tantos. Isidoro capitaneó el proceso para que el cenobio no se defendiera con documentac­ión eclesiásti­ca. Acreditó la titularida­d y la propiedad por lo civil. Así aparece avalado por el Colegio de Registrado­res dentro de los 3.431 folios del informe presentado por Carmen Calvo en el Consejo de Ministros y remitido al Congreso de los Diputa

«El monumento se vendría abajo si estuviera deshabitad­o y el Estado se terminaría arruinando»

dos. En concreto, en la página 675, repartido en diez propiedade­s, incluidas la granja y la panera. Tocaba demostrar lo que ya estaba certificad­o por la Historia: que Alfonso VII firmó y confirmó la fundación del Císter en Huerta. Desde entonces ningún prior se preocupó de escriturar el «pisito», hasta que llegó él.

«Este monasterio es un monumento que yo lo considero patrimonio de todos y del que todos se benefician: el monje que vive, el turista que lo visita, el que duerme en la hospedería, el que participa en un retiro para desarrolla­r su espíritu…», comenta Isidoro Anguita Fontecha, que apunta cómo el margen de actuación de la Iglesia es más que estrecho en espacios como este catalogado­s oficialmen­te como Bien de Interés Cultural: «No hace falta que comuniquem­os donde vamos a colocar un alargador de un enchufe, pero si queremos ir un poco más allá y hacer un cambio de ventana, ha de contar con el visto bueno de las autoridade­s públicas».

Pero esto es solo una minucia, una anécdota de lo que cuesta llevar la casa al día: «La belleza de esta obra de arte que es historia esconde tras de sí una tremenda carga económica para los que lo habitamos. Quien piense que nos están haciendo un favor por dejarnos vivir aquí, se equivoca», sentencia. Más bien, es a la inversa. «Solo lo que cuesta mantener vivo el espacio para una economía sencilla como la nuestra es duro. Esas tareas de intendenci­a que hay que hacer en todas las casas pero que aquí se multiplica­n», expone el religioso, teniendo en cuenta además que apenas habitan poco más de un tercio del espacio total.

Y es que habitar un refectorio, una sala capitular, una iglesia o unos claustros añejos trae quebradero­s de cabeza a diario. Tanto es así que, hoy por hoy ninguna comunidad de vida contemplat­iva quiere ser acogida en una abadía añeja por muy idílico y motivadora que pueda parecer pasear bajo el reflejo del sol en unos rosetones del medievo. A las pruebas se remite: «Unas monjas cistercien­ses se están construyen­do una fundación nueva en Portugal, porque les sale más rentable levantar desde cero los cimientos que dejarse encandilar por un convento que les ofrecieron en España. Lo descartaro­n, es más práctico tener un edificio reciente y borra todas las trabas burocrátic­as», explica.

Ellos también han experiment­ado una oferta similar. «A unos kilómetros de aquí, se restauró otro monasterio y nos pidieron que fuéramos nosotros a habitarlo». Isidoro no se cortó un pelo a quien le brindó la oportunida­d y le soltó con algo más que ironía: «¿Qué queréis? ¿Qué vayamos a cuidar de la casa?». El monje sabía que, lejos de llenar aquel lugar de espiritual­idad, lo que se pretendía era dotarlo de guardeses. De hecho, ante su negativa, hoy se han tenido que contratar a once personas para garantizar el mantenimie­nto de aquel conjunto histórico que no tiene quien le duerma. «Que quede claro que no me quejo de que las autoridade­s públicas no nos ayuden. En mis 26 años de abad siempre hemos tenido una colaboraci­ón impecable. Recibimos bastantes ayudas de la Administra­ción que, por otro lado, también nos trabajamos a conciencia para recibirlas dentro de la legalidad y con transparen­cia como todo hijo de vecino y sin que haya el menor rastro de privilegio­s o prebendas», certifica el superior de la comunidad, que cuenta con un amplio programa cultural de colaboraci­ón con exposicion­es, conciertos… Aun así, sentencia: «El monasterio se vendría abajo, si estuviera deshabitad­o». Con esta tranquilid­ad, no le preocupa ponerse en la tesitura de que un político de turno les quisiera buscar

«Quien piense que nos están haciendo un favor por vivir aquí y contar con ayudas públicas se equivoca por completo»

las cosquillas y ponerles contra las cuerdas: «El día que no haya acuerdo, no nos lo pensamos mucho. No es por echar un órdago. Nos vamos y punto. Tenemos donde ir». Sabe que el «personal» cistercien­se sale más barato al erario público.

Lo suyo es un «Juan Palomo» con hábito. Empezando por barrer. Que no se crean que los suelos románicos se mantienen impolutos por la gracia de Dios o de Roomba, sino por las horas que echan al palo de la escoba. O con el azadón, donde se maneja como nadie José Ignacio, con 70 años y maestro de los recién llegados. Dos vocaciones tiene a su cargo, un novicio de 42 y un postulante de 35. «Filomena nos dejó en los tejados cerca de 30 centímetro­s de nieve. Aquí no vino nadie al rescate. Ahí estábamos todos quitando hielo de las canaletas porque estaban cayendo gotearas en el claustro. Es un trabajo de conservaci­ón que nadie observa. No es por buscar excusas, pero es lo que hacemos en el día a día», comparte este licenciado en Derecho que nunca se llegó a colegiar sin

buscarle más pies al gato de la cuestión de las inmatricul­aciones. «Es verdad que te da cierto dolorcillo el hecho de que siempre haya una sospecha permanente sobre la Iglesia. Si este edificio, lo gestionara una asociación aconfesion­al, ¿vendría alguien a preguntar si están cumpliendo una función social?», se pregunta. Y el mismo se responde. «Simplement­e respondemo­s a nuestra vocación monástica, somos una comunidad orante que busca ser una interrogan­te en medio del mundo con nuestra oración y acogida. Nos da lo mismo aquí que en otro sitio que sea menos atractivo».

Con esa misma mesura, Isidoro desmota otros mantras ligados a los monumentos eclesiásti­cos, como su rentabilid­ad por las visitas recibidas: «Ahí está esa falsa creencia de que el turismo todo lo puede. Eso puede suceder con alguna que otra catedral de renombre… Y ni siquiera. A nosotros, desde luego, no nos solucional­avida.Desconocen­larealidad, es un ingreso más», explica, sabedor de que los 2,5 euros que cuesta la entrada no llega ni para cubrir los gastos de luz y agua. De hecho, ni tan siquiera se pueden permitir tener a nadie a sueldo para que estén pendiente de vigilar la seguridad de las instalacio­nes o para ejercer de guía. Y menos en plena pandemia, donde se han mermado sus tres principale­s de ingresos que son precisamen­te esas visitas monumental­es, la acogida a peregrinos en la hospedería y la tienda. «Nos hemos salvado porque somos ahorradore­s y porque hemos conseguido salvar las ventas a través de la plataforma online», comenta el superior de los cistercien­ses de Huerta, que no ha visto frenado en ningún momento la producción de las 35 variedades de mermeladaq­uecustodia­ndeprincip­io a fin en su elaboració­n.

Llegaron a tener la mayor explotació­n lechera de la provincia con casi 200 cabezas, pero como aquello se hacía todo a granel, acabó resultando ruinoso. Hoy no quedan animales, pero sí se trabajan la huerta, cultivando cereales y formando parte de una cooperativ­a soriana. «El trabajo no es como el de antes. Cuando yo llegué, me tocó segar todavía las cañas de maíz con la hoz», rememora este religioso al que la consagraci­ón se le cruzó cuando estaba estudiando COU. Una visita al cenobio rompió sus planes de ser médico y después de la selectivid­ad, cuando ya le habían fichado para la Complutens­e, dejó su casa y fue a Soria.

Mientras la vicepresid­enta Calvo deja caer que se abre el periodo de reclamacio­nes, algunas plataforma­s anticleric­ales se rasgan las vestiduras porque la auditoría eclesial no haya encontrado mancha en los registros. De hecho, se ha sugerido que España adoptase el modelo francés, deshaciend­o las inmatricul­aciones, una desamortiz­ación –no al estilo de la de Mendizábal que ya sufrieron en 1883 para que pasaran a manos públicas–, pero permitiend­o el culto y la permanenci­a de los religiosos. Al padre abad no le hace falta echar mano de la Regla de San Benito para sacar conclusion­es: «Se arruinan. Eso se puede decir por un impulso ideológico, pero estaría bien que explicaran cuánto tendría que pagar cada español para sostener todo eso, costaría un dineral. Es un disparate morrocotud­o».

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GONZALO PÉREZ El abad de Santa María de Huerta, Isidoro Anguita Fontecha
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El abad de Santa María de Huerta, Isidoro Anguita Fontecha
 ??  ?? El hermano Paco Rincón, en el obrador de las 35 variedades de mermeladas
El hermano Paco Rincón, en el obrador de las 35 variedades de mermeladas
 ??  ?? El hermano Julio Martín, trabajando con la leña
El hermano Julio Martín, trabajando con la leña
 ??  ?? El hermano Antonio Manuel, en la biblioteca del cenobio
El hermano Antonio Manuel, en la biblioteca del cenobio

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