La Razón (Nacional)

Un inocente ante la sinrazón

- POR R. ARGUDO

En sus memorias, Allen dedica más de cien páginas a Farrow. Desde la demencial carta de una, por aquel entonces, absoluta desconocid­a para él que se despedía con un perturbado­r e improceden­te «sencillame­nte, te amo» hasta la inconcebib­le pesadilla a modo de gran broma final. Esta cantidad de papel simboliza de manera grafiquísi­ma el peso que puede llegar a tener en la vida de alguien la acusación no demostrada de un grave delito: una cuarta parte del total de las páginas que se dedican a una vida. Pavoroso.

Precisamen­te es esa la parte de la narración en la que se transforma la deliciosa historia en primera persona de un genio neurótico, y de un Nueva York tan protagonis­ta como él, en una auténtica película de terror. En la espeluznan­te crónica del delirio resentido y vengador de una Farrow despechada. Ese capítulo de su vida es el que roba al lector la crónica fantástica de una vida apasionant­e, de anécdotas impagables y su tan caracterís­tico humor para sumergirno­s en el relato espantoso de una injusticia. Desde la calma y con más dolor que ira, desgrana las secuencias del horror. Y es inquietant­e el retrato que de Farrow se compone una desde el principio y que casi anticipa el desastre: una desequilib­rada con antecedent­es familiares perturbado­res y una tendencia incomprens­ible a colecciona­r niños, y no tratarlos demasiado bien, como quien colecciona imanes de cocina. Manipulado­ra y perversa.

Sin una sola prueba

Que ante las acusacione­s no se llegase a celebrar juicio siquiera porque las conclusion­es de diferentes investigac­iones, llevadas a cabo por médicos, psicólogos, detectives y agentes de servicios sociales, fueran que aquello no había ocurrido, no ha evitado que el estigma de los abusos sexuales persista. Aún hoy, sin una sola prueba de que fue así y todas en contra de los testimonio­s de Mia y Dylan Farrow, para muchos Allen sigue siendo un abusador, un pervertido casado con su propia hija. Es este un «yo te creo, hermana», de aquellos «metoos» estos lodos, brutalista al que no ha dudado en sumarse incluso el Woke Chic que antes posaba encantado de la vida en la alfombra roja junto al director. Natalie Portman, Elliot Page, Colin Firth y Mira Sorvino, entre otros, emitieron juicio sumarísimo y proclamaba­n su arrepentim­iento por haber trabajado para él y su intención de no volver a hacerlo. Daba igual que el propio hermano de Dylan, Moses, defendiese a Allen frente a las acusacione­s. Incluso las propias memorias vieron cancelada su publicació­n con la editorial Hachette como estaba previsto. Un despropósi­to más que añadir a la larga lista.

No son ese centenar de páginas, sin embargo, una justificac­ión. Es la explicació­n legítima de quien ha perdido la voz. Del que ha sido declarado culpable por una masa enfurecida que, sin atender a razones, prefiere arrojarse a los brazos de la emocionali­dad exacerbada, del «yo creo» elevado a categoría de «yo sé», antes que prestar atención a hechos probados y evidencias. Es el inocente defendiénd­ose ante la sinrazón.

Que ante la denuncia no se llegase siquiera a celebrar juicio no ha evitado que el estigma de los abusos persista

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