«El arte de amar», la obra por la que el emperador dejó de querer a Ovidio
El poeta acabó sus días desterrado en un lugar miserable. No está claro qué sucedió, pero parece que este libro despertó la ira del emperador
Ovidio debió intuir que la suerte es como el amor. Un revólver de munición limitada. Pero le sucedió como a los jugadores de los casinos, que quiso seguir ingresando ganancias cuando ya no disfrutaba del favor del destino. Él fue uno de esos romanos que disfrutaban del prestigio social, la fama literaria y una lista de amantes dispuestas a aliviar sus tragedias diarias. Podría asegurarse que pudo elevarse sobre la inmundicia y la pestilencia cotidiana de las calles de Roma, un lugar donde los monumentos parece que se levantaban para que la gente no apreciase la suciedad esparcida por el adoquinado. En aquel imperio, que abarcaba de Oriente a Occidente, descubrieron dos cosas fundamentales: que dependían del granero que era Egipto y que el sistema de alcantarillado funciona mal cuando se emplea para depositar cadáveres en sus conductos.
Ovidio, que asentó fama con una obra imperecedera, «Las metamorfosis», todavía hoy un consultado y leído best-seller, quiso dar una imagen de exquisita intelectualidad y refinada elegancia para trasgredir las rayas morales con sus obras, pero parece que chocó con un emperador imprevisto, Augusto, al que, según la leyenda, le gustaban los espárragos, que padecía de cólicos y que en la adolescencia demostró que no era ejemplo para ningún soldado por su aspecto más bien tirando a nada y con escasa, poca o nula presencia. Eso sí, de inteligencia política iba bastante sobrado. Gastaba una moral más férrea que el hierro de una falcata y un sentido de la vida que le acercaba más a una partida de ajedrez que al disfrute.
Un lugar lejano
Su concepto de batalla fue que se la resolviera otro, de manera especial, Marco Agripa. Robert Graves aseguraba en «Yo, Claudio» que «Augusto tenía un imperio, pero Livia (su esposa) tenía a Augusto». Pues con semejante individuo tuvo que lidiar Ovidio. Sus días felices, de placeres y esparcimiento acabaron de manera abrupta y sin aviso previo el año 8 d. C., cuando Augusto, que nunca sobresalió por su magnanimidad, dispuso enviarlo al exilio. Exactamente a la ciudad de Tomis, hoy en Rumanía, una tierra donde el sol no se veía ni en verano y el calor había que importarlo, como las ostras y los percebes. Aquello era un exilio dentro del exilio. La causa exacta de semejante alejamiento no es demasiado precisa, pero algunos aseguran que la culpa provenía de las libertades que se tomó al publicar «El arte de amar». Esto de escribir lo que a uno se le pase por el colodrillo es lo que tiene, que de repente se puede recibir un pasaporte para partir de inmediato hacia la región más ignota.
Ovidio redactó en esos días «Tristes» y «Cartas del Ponto», que dan cuenta de lo sucedido según él. La clemencia que pidió jamás fue correspondida y suponemos que lentamente naufragó en las sombras de la muerte mientras soñaba con amores perdidos y el olor a resina que los pinos dejan en las orillas del Mediterráneo.