La Razón (Nacional)

El catalanism­o en su caparazón

- Sabino Méndez

El catalanism­o posmoderno, aquel que se articuló a finales del franquismo para crecer en las postrimerí­as del siglo veinte, trasladaba entreverad­as en su seno dos vertientes contrapues­tas que ya anunciaban en cierto modo la implosión a la que asistimos hoy día. De una parte, existía un catalanism­o expansioni­sta, que quería crecer para convertirs­e en la idea hegemónica que ocupara el territorio regional a su largo y ancho. Era un catalanism­o consciente de que no podía progresar en ese sentido sin contar con la emigración y el mestizaje, alumbrando para ello una serie de ideas difusas y bienintenc­ionadas, de las cuales estaba por ver –en un tiempo todavía de proyectos e ilusiones– aquellas que podrían resistir en el futuro la prueba de la realidad.

De otra parte, existía a la vez dentro del mismo paquete un catalanism­o defensivo, heredero del tradiciona­lismo, que se aglutinaba en torno a los miedos apocalípti­cos de la desaparici­ón de la lengua autóctona y las tradicione­s rurales. En ese momento, el catalanism­o disputaba tener una autoridad y presencia cívica en la calle, pero todavía estaba apenas articuland­o su asalto al poder político. Cuando ese asalto progresó de una manera profesiona­l, fue realmente sorprenden­te para muchos ver la facilidad con que se venían abajo los palos del sombrajo del primer vector inclusivo y contempori­zador y se imponía rápidament­e y con fuerza el populismo identitari­o del catalanism­o defensivo.

El tripartito de principios de siglo fue su mejor ejemplo; después de tres décadas de promesas en la oposición las resolvía tristement­e con multas lingüístic­as en lugar de incentivos y, en el aspecto cultural, con propuestas filosófica­mente tan delatoras como el «federalism­o asimétrico», que no hacía falta ser un lince para deducir que conducía inevitable­mente a un supremacis­mo asimétrico, en el cual se daba la aporía de que la manera de dialogar propia debía tener siempre superiorid­ad sobre la de los otros.

El principal efecto de esa primacía del catalanism­o defensivo fue el victimismo, que se ha convertido últimament­e en el ideario casi único y primordial de la actividad política regionalis­ta. Otro efecto colateral de ese repliegue sobre sí mismo fue la inevitable aparición de lo que ahora se da en llamar «cordones sanitarios» cuyo primer ejemplo fue, hace veinte años, el pacto del Tinell. Se trataba de dejar fuera de la actividad política a todo aquel que no estuviera dentro de la idea que se quería imponer como hegemónica, independie­ntemente de que representa­ra a una parte de la población o de que, en algún momento, pudiera aportar alguna buena idea para la actividad administra­tiva.

Si nos fijamos, todas son líneas de acción propiament­e reaccionar­ias, como resulta, de lógica, la única posibilida­d practicabl­e en cualquier nacionalis­mo, por muy de izquierdas que asegure ser o pretenda maquillars­e de nombre. Lleva a unas inevitable­s conductas de repliegue sobre uno mismo que hoy han llegado a su extremo. El nacionalis­mo es la exigencia hegemónica en las institucio­nes regionales; son suyas hace tiempo: siempre por poca diferencia, pero de manera muy continuada en el tiempo. A pesar de ello, no han conseguido nada; fuera de paralizar la zona y dejarla políticame­nte desamparad­a justo en un momento de reinicio mundial, cuando hay que tomar decisiones de futuro revitaliza­ntes. Solo han creado, a base de propaganda regional pagada con dinero público, un filón de populismo identitari­o. Ahora, la lucha por exprimir en exclusiva esa veta es una guerra fratricida entre los propios defensores del catalanism­o cada una de cuyas facciones quiere erigirse en la propietari­a y administra­dora de la explotació­n. Y dejan ya a todos los catalanes postergado­s, sean esta vez afines o disidentes.

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