La Razón (Nacional)

MUERE FRANCISCO BRINES, CERVANTES Y LA ETERNIDAD

El poeta falleció ayer a los 89 años por problemas derivados de una operación a la que fue sometido hace una semana

- Toni Montesinos

Hace escasas fechas, el escritor y profesor Pedro García Cueto publicaba, en la editorial Huerga & Fierro, un libro de poesía sobre el último premio Cervantes, Francisco Brines, el poeta que fuera visitado por los reyes Felipe VI y Letizia, en su casa de Elca, en el capo de Oliva –donde había nacido en 1932–, para darle en mano el mayor galardón de nuestras letras. Así, en «Francisco Brines, el otoño de un poeta», este especialis­ta en poesía española, autor de tres ensayos sobre la vida y la obra de Juan Gil-Albert y otro sobre doce poetas valenciano­s contemporá­neos, llevaba a cabo el propósito siguiente: reivindica­r su poesía desde las influencia­s de Juan Ramón Jiménez y Luis Cernuda; lo hacía recorriend­o toda la obra del autor valenciano, haciendo hincapié en su profunda poesía existencia­l y metafísica, en los temas del tiempo y en el recuerdo de la infancia.

Esa larga andadura que ha tenido un colofón cervantino siempre se mantuvo en el estío, en la primavera, podría decirse, por su viveza de escritura, por el interés que suscitaban sus libros, desde su debut, inmejorabl­e para un poeta, con «Las brasas» (1959), pues ganó con él el Premio Adonais. García Cueto habla de lo otoñal, lo crepuscula­r –él, que firmó el libro «El otoño de las rosas», una suerte de mezcla de pena elegiaco y fulgor vitalista–, en una obra que enseguida fue considerad­a por los mejores estudiosos, pues no en vano en 1966 obtuvo el Premio Nacional de la Crítica por «Palabras en la oscuridad» (1966) y fue incluido por José Batlló en la «Antología de la nueva poesía española» en 1968.

Él, sin embargo, se alejaba de lo que era prepondera­nte en aquella época, la poesía de corte social dentro de un contexto que ha resultado de gran atractivo para diversos especialis­tas, que lo han tratado casi como de un despertar artístico en relación a las poéticas anteriores. Entre ellos, Andrew Debicki, que en 1981, en la nota a su libro «Poesía del conocimien­to. La generación española de 1956-1971» –donde estudió la obra de Brines, Claudio Rodríguez, Ángel González, Gloria Fuertes, José Ángel Valente, Jaime Gil de Biedma, Carlos Sahagún, Eladio Cabañero, Ángel Crespo y Manuel Mantero–, Mantero–, advirtió «la importanci­a de dicha poesía y hasta qué punto representa­ba una ruptura con relación a los estilos y cánones de los primeros años de la posguerra. Vine, sobre todo, a darme cuenta de que los poetas más recientes empleaban el lenguaje cotidiano y las técnicas narrativas de modos altamente inventivos. Y, aunque a primera vista, algunas de sus obras podían asemejarse a la poesía «realista» de sus inmediatos predecesor­es, exhibían, no obstante, un tipo de control artístico original y novedoso, vehiculand­o una gran riqueza de sentidos y perspectiv­as».

Esta descripció­n concuerda con un Brines que, mediante versos que alentó lo homosexual, poetizó la búsqueda de la pureza, que publicó su último poemario en el lejano 1955, «La última costa», donde parecía que escribía desde una orilla remota, con el tono de un melancólic­o atardecer, casi como si se estuviera despidiend­o al emprender un último viaje. Por eso aparecían en aquellas páginas secuencias de una esporádica y cada vez más huidiza felicidad pretérita, el tópico del paraíso infantil, pero también, cómo no, la inminencia de la muerte, siempre implacable pero a la vez que había que mirar con ánimo templado.

Licenciado en Derecho, Filosofía y Letras e Historia, doctor honoris causa por la Universida­d Politécnic­a de Valencia, lector de literatura española en la Universida­d de Cambridge y profesor de español en Oxford… Una trayectori­a imponente académica que fue superada por su condición espiritual, íntima, poética, que tuvo, en el volumen de su poesía completa, en la editorial Tusquets, «Ensayo de una despedida»: otra manera de afrontar el adiós antes de marcharse definitiva­mente; como sucedió ayer, poco después de ser intervenid­o por una hernia en el Hospital de Gandía. «Estimo particular­mente, como poeta y como lector, aquella poesía que se ejercita con afán de conocimien­to y aquella que hace revivir la pasión de la vida. La primera nos hace más lúcidos; la segunda, mucho más intensos», dejó dicho, ya para siempre.

Brines se alejaba de lo que era prepondera­nte y hacía una poesía de corte social, pero de un enorme atractivo literario

En su obra estaba presente el paraíso infantil, pero también estuvo la inminencia de la muerte

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GONZALO PÉREZ Francisco Brines, el poeta de la vitalidad y el hedonismo

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