La Razón (Nacional)

La frontera que un tractor movió dos metros

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C uenta Sergio del Molino en «La piel» que nuestro problemas con las lenguas y, por lo tanto, de nuestra incomunica­ción con los otros, es culpa de los viajes instantáne­os. Si viajásemos a la velocidad que iban los romanos, por ejemplo, llegaríamo­s de Rumanía a Galicia casi sin darnos cuenta del cambio en el idioma. En cada pueblo o cada pocos kilómetros, variarían algunas palabras, después algunos verbos, pero sería un cambio lento, como nuestro viaje. Ahora cruzas la frontera a la rapidez de un avión o de un tren de alta velocidad velocidad (o nadando) y te encuentras en un territorio extraño, con un idioma que en las clases de Vaughan creías que sabías, pero que no, majo.

Son una cosa seria las fronteras. Tan serias que aún no se ha dado el caso de ver a un policía de aduana sonreír. Te cogen tu documento, en el que apareces tú con cinco años menos, peinado y sin barba y lo comparan con tu cara actual, cansada, dejada por las vacaciones, con cinco kilos de más y te miran con una desconfian­za que te obliga a repensar en qué estás haciendo con tu vida y que quizá no debas dejar para mañana lo de la dieta.

Así que el enfado generaliza­do en Francia con un agricultor belga es lógico. Trabajaba en Erquelinne­s (Bélgica), en la frontera con el territorio francés Bousignies-sur-Roc y una piedra de 150 kilos en la que había escrito 1819 y que hacía de linde, no le dejaba pasar. En vez de pensar en problemas geoestraté­gicos o de reflexiona­r sobre el peso de la historia de esa piedra marcaba las fronteras fijadas tras la derrota en Waterloo de Napoleón cuatro años antes. En vez, en fin, de pararse y respetar los territorio­s que refrendó el Tratado de Courtrai, de 1820, supongo que cerró los ojos, dijo a la merde, arrancó el tractor y movió la piedra unos dos metros y medio. Ni tratados, ni pasaportes ni guardias de aduanas que no sonríen. «Se ha movido el límite de 1819, se amplía Bélgica y nuestro municipio. Los franceses obviamente no están de acuerdo», dijo el alcalde de la localidad. Dos metros de tierra sin petróleo, piedras preciosas, gas ni nada, pero un conflicto diplomátic­o.

Una vez, en un aeropuerto, en la última puerta, antes de entrar en el avión me volvieron a pedir los papeles. Por alguna razón, otra persona con la que viajaba y que había pasado antes, los había guardado. No podía pasar: intenté explicarme, pero allí no había idioma común, y ni una sola gana de entender. Me gritaban. Todo era impotencia y desesperac­ión. Ojalá un tractor y arrasar.

Pero soy hombre, blanco y europeo. En dos minutos, la persona se acordó, volvió con mis documentos, me los dio y me abrazó para tranquiliz­arme.

Eso es: la patria es un abrazo.

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Un tractor movió una frontera dos kilómetros entre Bélgica y Francia
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