EE UU menos racista pero más dividido
Un año sin Floyd: el presidente Biden se reúne con su familia en la Casa Blanca
George Floyd fue asesinado por un agente de la Policía de Mineápolis un 25 de mayo de 2020. Un año más tarde Estados Unidos amanecía preguntándose por los cambios vividos. Fueron muchos y contundentes. El presidente, Joe Biden, ha querido subrayar la importancia de la fecha reuniéndose en privado, en la Casa Blanca, con la familia de Floyd. El Ejecutivo quiere de paso empujar al Legislativo para que apriete en las conversaciones para sacar adelante una ley que, bautizada con el nombre del finado, ayude a transformar la Policía. Como explicó la vicepresidenta, Kamala Harris, el día después de que el agente de Policía, Dereck Chauvin, fuera condenado por, la llamada Ley de Justicia en la Policía de George Floyd, presentada en público por Cory Booker y Karen Bass, pretende «responsabilizar a las fuerzas del orden de sus acciones, contribuyendo de paso a generar una confianza mutua entre la policía y los ciudadanos». Pero el Gobierno sabe muy bien que para llegar a buen puerto necesita de la complicidad de la oposición. Y más allá de la retórica, y de la evidencia de los abusos, apenas hay estudios académicos que demuestren el presunto sesgo racista de los agentes de la autoridad con las muertes de los últimos meses. Más bien parece fuera de toda duda que la Policía estadounidense tiende a comportarse con fuerza excesiva y, de paso, que existen los sesgos raciales. Pero no en relación, precisamente, a los muertos por disparos de la Policía. Por supuesto faltan datos: históricamente las policías locales y estatales han sido muy reacias a facilitar ese tipo de información. El problema para explicar toda violencia tirando del comodín del racismo sistémico es que ignora factores tan esenciales como las desigualdades económicas y sociales, así como la ingente cantidad de armas de fuego, cientos de millones, en manos de civiles.
Tras la muerte de George Floyd el país vivió las mayores manifestaciones raciales del último medio siglo. Desde el asesinato del reverendo Martin Luther King Jr., en 1968, que EE UU no conocía unas protestas tan multitudinarias. También como entonces hubo disturbios, pero el grado de violencia resulta menor comparado con otros momentos del pasado. De resultados de los altercados, eso sí, creció hasta consolidarse el movimiento Blacks Lives Matter. Las elecciones del noviembre de 2020 quedaron profundamente marcadas por la postura de los dos candidatos ante las reivindicaciones y anhelos de los manifestantes y, de paso, de quienes temían que las demandas y alborotos cristalizasen en un clima de abierta insurrección. Las promesas de un futuro más justo, las señales de una profunda revisión de la relación de la sociedad con sus minorías, convivieron con las denuncias contra los cuerpos policiales, señalados por los más radicales como una suerte de cuerpo extraño que debía extirparse. Resulta bastante probable que, de no haber terciado la pandemia y la crisis económica, los sucesos atribuibles al malestar social generado por el fallecimiento de Floyd hubieran resultado determinantes en la carrera por la Casa Blanca, beneficiando, por cierto, al hombre que atribuía la representación de la ley y el orden, el todavía presidente, Donald Trump, frente a un Joe Biden considerado por muchos como demasiado blando. Mientras ardían las principales de Mineápolis, acusó de falta de liderazgo al alcalde, Jacob Frey, llamó «matones» a los manifestantes y añadió que «al comenzar el saqueo, comenzará el tiroteo». Once meses después, cuando su sucesor en el Despacho Oval, Biden, supo de la sentencia del ex policía Chauvin, declaró que «no podemos detenernos aquí».