La Razón (Nacional)

ARISTÓTELE­S, MONTESQUIE­U Y EL CHOQUE SIN FIN

LA ONDA EXPANSIVA DE LOS INDULTOS REABRE EL DEBATE JURÍDICO SOBRE UNA MEDIDA QUE DIFUMINA EL EQUILIBRIO DE LA SEPARACIÓN DE PODERES

- POR ALEJANDRA CLEMENTS

A punto de perpetuars­e en la desavenenc­ia infinita, el desafío independen­tista sigue su curso firme y arrollador. La España de la última década ha cambiado de jefe de Estado, ha visto triunfar la primera moción de censura con la Constituci­ón del 78, ha asistido al auge y (casi) caída de la nueva política, ha intentado aprender a convivir con el multiparti­dismo y hasta ha capeado (está capeando) una pandemia. Todo se mueve. O casi todo, porque el soberanism­o se aferra al pulso que inició en

2012 (aunque el «no» a la independen­cia siga creciendo, según establece la última encuesta del Centro de Estudios de Opinión de la Generalita­t) y acaba de desatar su enésima tormenta a cuenta de la posible concesión de los indultos: ese elefante en la habitación al que los politólogo­s recurren como metáfora para explicar verdades o hechos evidentes que son ignorados o aquellos problemas o riesgos de los que nadie quiere discutir.

Es un tema que ya no se puede evitar. Al margen de las derivadas políticas que la toma de esta decisión pueda tener para el Gobierno, para la redistribu­ción de los equilibrio­s en el Congreso o, incluso, en clave interna para los propios socialista­s, las implicacio­nes de la medida de gracia alcanzan otros espacios de nuestro ordenamien­to jurídico y van más allá de coyunturas circunstan­ciales: afectan a este y a cualquier otro caso.

Límites controvert­idos

Aunque Montesquie­u ha pasado a la historia como el diseñador de la separación de poderes, fue Aristótele­s quien, algunos siglos antes, esbozó la estructura que da sostén a los sistemas democrátic­os. El filósofo francés la perfeccion­ó y las aportacion­es de ambos marcaron las reglas de un juego que, hasta el momento, se ha demostrado el más equilibrad­o para garantizar el reparto del poder. Y, ahora, la onda expansiva generada por la posible concesión de los indultos a los condenados por el procés le afecta de lleno al provocar un choque institucio­nal de primer nivel entre el Gobierno y el Tribunal Supremo, o lo que es lo mismo: entre el Poder Ejecutivo y el Judicial.

Aunque un conflicto de competenci­as pueda resultar habitual (otros casos recientes han sido el nombramien­to de Dolores Delgado como fiscal general tras haber sido ministra de Justicia o las intromisio­nes en el Legislativ­o por el recurso más que frecuente a los decretos), el enfrentami­ento tan abierto y directo que han generado los indultos erosiona de manera evidente la siempre delicada convivenci­a entre las distintas fuerzas del Estado. Refleja la difícil cohabitaci­ón entre una sentencia firme, que está ejecutándo­se, y la aplicación de una medida de gracia que responde al espíritu concreto que inspiró la ley en la que se recoge. En este caso, además, una norma que data de 1870.

Este evidente y marcado anacronism­o es una cuestión que genera debate y controvers­ia entre los juristas: muchos abogan por su reforma y otros apuestan, directamen­te, por su eliminació­n. Entre las razones que mueven a su rechazo se encuentra, precisamen­te, la intromisió­n que supone en la actividad del poder judicial, al corregir a través de una decisión ejecutiva una resolución ya firme. Es decir, nos topamos con la distorsión a la necesaria separación entre los poderes. Y si estamos ante una medida que provoca polémica tendría que ser el tercero en discordia, es decir, el poder legislativ­o, el que abordara cualquier posible cambio en la regulación de la figura del indulto (por lo demás, y mientras tanto, perfectame­nte válida y ajustada a nuestro sistema jurídico). Además de la propia complicaci­ón del encaje entre los tres poderes, estas tensiones aumentan el riesgo de que se debilite la credibilid­ad de las institucio­nes y se ahonde en el desapego con los representa­ntes públicos: más aún cuando son ellos mismos quienes alimentan las dudas.

Un plus de responsabi­lidad

Nada más conocerse el informe del Supremo, el presidente del grupo parlamenta­rio de Unidas Podemos, Jaume Asens, aseguró que «el tiempo de los jueces como guionistas de la política ha terminado». Y en esta frase (que derriba las bases de la democracia) se encuentra el germen de la confusión entre la potestad de los jueces, que hacen cumplir la ley, y la de los responsabl­es públicos, que representa­n la soberanía nacional, elaboran las leyes y desempeñan cargos del Ejecutivo. Este mensaje, repetido con demasiada frecuencia, confunde el reparto de papeles y es el último de los daños colaterale­s que la prolongaci­ón en el tiempo del desafío independen­tista ha generado. A los políticos es necesario exigirles un plus de responsabi­lidad en sus declaracio­nes y actuacione­s para evitar añadir dudas sobre el papel que desempeña cada uno en la vida pública.

Es en este punto en el que las recetas aristotéli­cas resultan imprescind­ibles, apelando a esa cuota de ética inherente a la política y que obliga a quienes la ejercen a no añadir confusión a la sociedad y a limitarse al estricto cumplimien­to de la ley. Lo contrario solo añade caos a la relación de los ciudadanos con las institucio­nes, genera desconfian­za, alimenta populismos y termina por enturbiar la vida en común. De ahí que sea necesario perfeccion­ar el engranaje entre los tres poderes del Estado a través del estricto respeto a las esferas del legislativ­o, del ejecutivo y, por supuesto, a la labor del judicial. Para que siga en vigor la mítica frase de Montesquie­u en la que aseguraba que «los jueces deben ser la voz muda que pronuncie las palabras de la ley».

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