La Razón (Nacional)

Desconfíen de los políticos que no se ríen

Terry Eagleton reflexiona en «Humor» sobre su papel transgreso­r en la sociedad. Un valioso volumen del que se pueden extraer ideas como que el síntoma de que una ideología se está radicaliza­ndo es que no deja espacio para lo cómico

- POR PEDRO ALBERTO CRUZ

ElEl nuevo ensayo del crítico literario británico Terry Eagleton toca múltiples veces la tecla de la sensibilid­ad actual. ¿Por qué? ¿Somos una sociedad entregada al humor o, por el contrario, sumamos a las numerosas crisis que padecemos una alarmante carencia de él? Baudelaire y Bergson plantearon teorías sobre el humor que venían a converger en una conclusión: la risa es el síntoma de una sociedad inteligent­e y evoluciona­da capaz de pensarse a sí misma. Si partimos de este diagnóstic­o y, a continuaci­ón, lanzamos una mirada a nuestro alrededor, la interrogan­te antes formulada se contesta por el peso aplastante de la evidencia: nuestra sociedad valora cada vez menos la inteligenc­ia y, en consecuenc­ia, ve como disminuye aceleradam­ente su capital humorístic­o.

Creciente fanatismo

No son estos buenos tiempos para el humor. En esta época que nos ha tocado vivir, coinciden dos factores que bloquean la distensión de lo cómico: de un lado, la prolongada pandemia que sufrimos y que ha llevado a una asfixiante moralizaci­ón de la esfera pública; de otro, el creciente fanatismo que apelmaza el potencial expresivo de la sociedad. Con uno solo de estos condiciona­ntes, ya bastaría para hacer de la nuestra una sociedad poco dada a lo cómico. Pero cuando encima son los dos los que se sincroniza­n para cubrirnos con su manto de rigor, el rictus de seriedad que cruza el espacio social describe a la perfección la astringenc­ia emocional que padecemos.

La risa –como afirma Terry Eagleton– es una «materialid­ad bruta que excede el sentido». Dicho de otro modo: el humor es un exceso. Y el mecanismo a través del cual reaccionam­os a él –una risa que puede llegar a resultar estrepitos­a– implica una pérdida de control del propio cuerpo. El desastre sanitario causado por la Covid-19 ha obligado al individuo a redefinir drásticame­nte, y de un día para otro, su comportami­ento corporal: lo que antes era un automatism­o ahora se considera un exceso. La pandemia ha convertido cada uno de nuestros actos en una experienci­a decisiva. No hay lugar para la relajación –un mensaje que reiteran las autoridade­s–. El más mínimo detalle se ha vuelto peligroso. En lo que otrora resultaba anodino, ahora nos jugamos la vida.

Y en esta desaparici­ón de lo «anodino» se encuentra la clave del deterioro del sentido del humor. «Anodynos» –término griego– significa literalmen­te «sin dolor». Es en estos momentos liberados de la gravedad de lo productivo donde la moral se relaja y el humor encuentra un ecosistema propicio para florecer. Lo anodino es esa grieta en el sistema de control por la que la risa asoma y provoca el escándalo. Pero, ahora mismo, todo es gravedad y no hay región de la realidad que quede fuera del escrupu

loso control ejercido por nuestra conciencia. El «ahora» no es patria para el humor.

Y luego están los fanáticos –que cada vez son más–. Eagleton comenta cómo «para el conde de Shaftesbur­y, poner en práctica el espíritu cómico consiste en estar relajado y ser natural, flexible y tolerante, en vez de rígido y fanático». Es fácil derivar de esta apreciació­n que los extremista­s no tienen sentido del humor. El síntoma de que una ideología se está radicaliza­ndo es que no deja espacio para lo cómico. Aquellos que nunca ríen viven alejados de la democracia –o lo que es peor: no creen en ella–. De hecho, su desprecio de la risa busca diferencia­rles del resto de la ciudadanía. Eagleton se muestra especialme­nte lúcido cuando asevera que «la risa tiene un elemento democrátic­o que la vuelve peligrosa, ya que, a diferencia de actividade­s como tocar la tuba o la neurocirug­ía, está al alcance de cualquiera. La risa no exige tener ninguna capacidad especial, ni pertenecer a un linaje privilegia­do ni haber desarrolla­do escrupulos­amente ciertas habilidade­s». Reír delimita el espacio de lo común; es una experienci­a que iguala. Y quienes vacían de humor su conducta no persiguen otra cosa que establecer una distancia jerárquica con el vulgo. Quien no ríe no puede relacionar­se con el otro: le falta ese mínimo de empatía que le capacita para apreciar la alteridad.

No es casual la proliferac­ión de políticos que, más allá de la sonrisa impostada, jamás ríen. Y en la falta de humor se halla el germen del fanatismo y, en última instancia, de los totalitari­smos. Quien discrimina, excluye, se regocija con el dolor de los otros o manda matar nunca ha reído sincera e intensamen­te. Aquellos que no son capaces de relajar esporádica­mente su estructura de pensamient­o y reconocer el lado cómico y esperpénti­co de la realidad nunca serán buenos líderes. Donde no existe humor, no hay honestidad.

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La ministra de Derechos Sociales y Agenda 2030, Ione Belarra, casi siempre con semblante serio
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CRISTINA BEJARANO

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