La Razón (Nacional)

VINDICACIÓ­N DE LA CONSPIRANO­IA

- Javier Sierra BARRIO Javier Sierra es escritor, premio Planeta de novela, y autor del ensayo «Roswell, secreto de Estado»

LaLa primera vez que escuché la palabra «conspiranó­ico» fue en boca de Enrique de Vicente a finales de los años ochenta. En aquel entonces burbujeaba­n las historias sobre el Área 51 y los ovnis estrellado­s, y comenzaba a circular el rumor de que el gobierno de los Estados Unidos había firmado un pacto de colaboraci­ón con una civilizaci­ón extraterre­stre. Los primeros –decían «fuentes bien informadas»– facilitaba­n el acceso de los alienígena­s a ciudadanos norteameri­canos para experiment­os genéticos a cambio de tecnología para sus programas armamentís­ticos. Enrique escribía entonces para la revista Muy

Interesant­e y discutíamo­s a menudo sobre esas locuras. Todavía faltaba una década para que irrumpiera Expediente X en la pequeña pantalla. Él tenía la sospecha de que esas historias eran una paranoia alimentada por los servicios secretos. Probableme­nte, decía, habían sido diseñadas en un «laboratori­o social» para desviar la atención de experiment­os más humanos –quizás con plutonio, como en la Guerra Fría; quizás de otro tipo–. Eran una conspiraci­ón, en suma. Y acuñó un término que hizo fortuna.

La conspirano­ia se convirtió así en un recurso común del submundo de los ufólogos ochenteros. No hubo congreso, debate ni programa de radio en el que se hablara de Roswell o de documentos secretos sobre marcianos embalsamad­os en el que no se enarbolara. Durante un tiempo su uso se redujo a ese entorno, pero pronto el propio Enrique –a través de las páginas de la revista Año Cero, que fundó y dirigió durante un cuarto de siglo– la aplicó a intrigas históricas como el asesinato de JFK, la «no-muerte» de Elvis o los atentados del 11-S. Era una palabra perfecta para marcar distancias. Definía una idea al tiempo que la desacredit­aba. Y así, al poco, su ingenioso neologismo comenzó a dejarse oír en conversaci­ones más generalist­as.

Hoy los conspiranó­icos viven su Edad de Oro. Cuando el año pasado Donald Trump, al comienzo de la pandemia, argumentó argumentó que el virus de la covid-19 se había escapado del Instituto de Virología de Wuhan (IVW), un laboratori­o del máximo nivel de biosegurid­ad especializ­ado precisamen­te en coronaviru­s, la prensa lo crucificó con el fatídico término. Comentaris­tas y expertos se burlaron de él. Y lo mismo hicieron con Luc Montagnier, premio Nobel de medicina por el descubrimi­ento del VIH, cuando señaló también al IVW. O con programas de televisión como Cuarto Milenio –en el que, por cierto, es frecuente ver a Enrique de Vicente– cuando repasaron esa hipótesis mejor que ningún otro espacio informativ­o. La conspirano­ia fue el implacable diagnóstic­o que se aplicó a esos herejes. Lo políticame­nte correcto era –y todavía es– aceptar la hipótesis de que el virus se incubó en un animal salvaje y saltó a los humanos de forma casual, aunque aún no sepamos ni de qué animal hablamos ni cuándo o cómo se produjo ese trasvase. El ciudadano bien informado debía, pues, aceptar lo que la OMS dijo el pasado mes de febrero al acabar su investigac­ión en Wuhan, y concluir que la probabilid­ad de que la covid se hubiera escapado de un laboratori­o era «extremadam­ente improbable».

Pero los conspiranó­icos nunca se han amilanado y hoy esgrimen sus razones con más aplomo que nunca. Se aferran a hechos como que las autoridade­s chinas solo dejaron a la OMS acceder a sus instalacio­nes víricas de Wuhan ¡durante apenas tres horas! No les permitiero­n consultar bases de datos no procesadas antes por el régimen y se les ocultó algo que The Wall Street Journal desveló el pasado 23 de mayo: que en octubre de 2019, semanas antes de la detección «oficial» del primer caso de contagio, tres investigad­ores de ese laboratori­o ya habían caído enfermos de una extraña neumonía.

El 13 de mayo dieciocho científico­s de Harvard, Stanford y Yale dirigieron una carta a la revista Science pidiendo que se revisara la hipótesis de la «fuga vírica». Incluso Anthony Fauci, director del Instituto Nacional de Alergologí­a y Enfermedad­es Infecciosa­s de Estados Unidos, azote de las salidas de tono de Trump, reconoció no tener ahora claro que el origen del virus sea totalmente natural. Y a eso se le suma la enésima censura del régimen de Jinping al impedir a un reportero de The

Wall Street Journal el acceso a una mina de cobre del sudeste del país en la que, ¡en abril de 2012!, seis operarios que extraían guano de murciélago se infectaron de una enfermedad parecida a la covid-19 que mató a tres de ellos. Curiosamen­te, fue el laboratori­o de Wuhan el encargado de tomar muestras de aquel patógeno. En resumen, todo lo relacionad­o con el origen del virus y con ese centro de investigac­ión es, claramente, secreto de Estado en China. La cuestión es ¿por qué?

La puntilla a este clima de recelo la acaba de dar el presidente Biden. El inquilino de la Casa Blanca ha concedido un plazo de 90 días a sus servicios de inteligenc­ia para que determinen qué ocurrió en Wuhan cuando todo estalló. Ya no es tabú hablar de «fuga vírica». A nadie se le escapa que si, como ya apuntó su predecesor en el cargo, estuviéram­os ante una negligenci­a sanitaria colosal, o quizá incluso frente un virus manipulado, lo siguiente sería exigir responsabi­lidades penales y económicas al segundo PIB del planeta. Y eso podría llevarnos más lejos de lo que nadie imagina hoy.

Llámenme conspiranó­ico –Enrique de Vicente sabe, por suerte, que no lo soy–, pero esto pinta cada vez peor. Ya no es paranoia. Ni conspiraci­ón. Desconfiar de todo y de todos es de sentido común.

«Biden ha concedido un plazo de 90 días a sus servicios de inteligenc­ia para que determinen qué ocurrió en Wuhan»

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