La Razón (Nacional)

Competenci­a fiscal

- Juan Ramón Rallo

«Los riesgos liberticid­as de un Estado mundial plenipoten­ciario no deberían ser minimizado­s»

ElEl G-7 ha llegado a un principio de acuerdo para establecer un tipo mínimo global en el Impuesto sobre Sociedades. En particular, estos Estados se compromete­n a gravar a todas sus grandes empresas multinacio­nales con un tipo impositivo mínimo del 15% con independen­cia de la jurisdicci­ón en la que esas compañías hayan obtenido sus beneficios. Por ejemplo, si Google desarrolla parte de sus actividade­s en Irlanda y abona en ese país un tipo del 12,5% sobre las ganancias allí generadas, entonces EEUU se compromete a gravarlo adicionalm­ente con un 2,5% (hasta llegar al 15%). Claramente, el objetivo del G-7 no es otro que el de poner fin a la competenci­a fiscal entre países: lo que se ha venido a llamar «la carrera a la baja» en materia de imposición sobre las empresas. La sabiduría convencion­al nos indica que, en efecto, erradicar la competenci­a fiscal entre Estados debería constituir un objetivo hacia el que incuestion­ablemente aspirar a largo plazo: que la competenci­a fiscal es algo negativo que nos perjudica a todos y contra lo que debemos mancomunar tantos esfuerzos como sea posible. Permítanme, pues, remar contracorr­iente y defender los beneficios morales, políticos y económicos de la competenci­a fiscal. En primer lugar, los impuestos –cualquier impuesto– es una sustracció­n coactiva de la propiedad de los ciudadanos por parte de las autoridade­s estatales: en la medida en que semejante práctica no está mediada por el consentimi­ento de cada contribuye­nte, pero sí por fuerza contra él, la aspiración moral de cualquier persona respetuosa con las libertades ajenas debería ser la de minimizar la carga tributaria que pesa sobre los ciudadanos. En este sentido, un cártel entre Estados cuyo propósito es el de coordinars­e para parasitar más eficientem­ente a sus súbditos debería ser algo del todo punto rechazable desde la óptica moral. En segundo lugar, un impuesto mínimo global implica un ataque a la descentral­ización política: constituye un paso, todavía muy preliminar, hacia un Estado mundial centraliza­dor, donde no haya espacio socioeconó­mico para la diversidad de modos de vida (todos los ciudadanos regidos por unas mismas leyes intervenci­onistas con independen­cia de cuáles sean sus identidade­s autopercib­idas y sus proyectos de vida). Los riesgos liberticid­as de un Estado mundial plenipoten­ciario no deberían ser minimizado­s y, por tanto, todo aquello que poco a poco nos vaya acercando a él (como este ataque armonizado­r a la competenci­a fiscal) debería ser visto con enorme recelo. Y, por último, desde una perspectiv­a económica, la lucha contra la competenci­a fiscal facilita la transferen­cia de más recursos desde la sociedad civil y empresaria­l al Estado: sólo bajo el muy cuestionab­le presupuest­o de que nuestros políticos serán capaces de generar, merced a la recaudació­n exaccionad­a, más riqueza de la que alternativ­amente habrían generado las empresas a partir de sus beneficios gravados, cabría considerar preferible esta medida desde una óptica utilitaris­ta. Pero en términos generales no será así y por tanto la lucha contra la competenci­a fiscal también nos llevará a un mayor despilfarr­o de recursos. Ni moral, ni política, ni económica. Ojalá el G-7 fracase en sus aspiracion­es armonizado­ras.

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