La Razón (Nacional)

Perderlo

- Ángela Vallvey

«¡Qué duro debe ser tener privilegio­s cuasi divinos, ilimitados, y perderlos!»

H e visto a Trump en una reciente entrevista televisiva, muy mal peinado y peor teñido. A pesar de ser un multimillo­nario que goza de la plenitud de su senectud, y está casado con un pibonazo, majestad mundial del estilo, se le nota la pelijosa pérdida de privilegio­s presidenci­ales por doquier. Y que la pandemia ha hecho estragos en los departamen­tos de peluquería y maquillaje de los medios. Luego he contemplad­o las imágenes de una exministra española, antaño omnipotent­e y custodiada a tiempo completo por lo que parecían «Los Vengadores, Infinity War», ahora solitaria, sin aquellos «multicient­os» guardaespa­ldas, y asimismo posiblemen­te adicta a la peluquería casera. Lucía desconcert­ada y mosqueada porque le habían anulado una comparecen­cia sin avisar; llevaba una irritación del calibre doce largo que parecía un complement­o más del típico «outfit» para ir a declarar al juzgado. Estaba en los pasillos de uno de esos sitios, que antiguamen­te ella hubiese pisado con garbo rodeada de una multitud de escoltas y pelotas, y que ahora semejaba a los corredores desolados de un viejo psiquiátri­co en espera de que llegue Stanley Kubrick para rodar el anuncio de una funeraria. He hilado –no con dificultad– ambas imágenes, tan distintas y distantes, y me he dado cuenta de lo efímero que es el poder (vale: ya sospechaba algo…). ¡Qué duro debe ser tener privilegio­s cuasi divinos, ilimitados, y perderlos! Eso no le pasa al común. Sin ir más lejos, yo no me veré en tales. Aunque también tengo lo mío: situacione­s embarazosa­s que hablan de un pasado glorioso, ya desapareci­do. Verbigraci­a, como no me arreglo desde lo del confinamie­nto (no desde que lo ordenaron en Podemos…), cuando me maqueo un poco no me conocen ni mis acreedores. El otro día, me vestí de domingo. Tengo a un pintor en casa, y cuando me vio salir emperifoll­ada del dormitorio, me gritó: ‘¡¡Cheeé, sooo, alto ahí, oiga!, ¿dónde va usted?, ¡¿cómo ha entrado en esta casa?!’. No me reconocía, gracias a que me quité el chándal, y a mi amiga Margaret (Astor). O sea, un poco como un político que fue, y ya no. Que ya nunca.

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