La Razón (Nacional)

CATALUÑA EN OTRA ENCRUCIJAD­A

- Emilio de Diego RAÚL Emilio de Diego, de la Real Academia de Doctores de España

HaceHace unos días hablaba Francesc de Carreras, en la Real Academia de Doctores de España, sobre la necesidad de conocer el origen y devenir del nacionalis­mo catalán para comprender la actual situación en Cataluña. Una invitación de reminiscen­cias «orteguiana­s» invocando el método de análisis de los problemas históricos como fundamento para el diagnóstic­o y cualquier solución posible de los mismos. El propio don José en «La redención de las provincias» (artículos en El Sol, nov. 1927-julio1928) trataba de interpreta­r la historia de España en función del «problema catalán». La lectura de un proceso de más de un siglo, con el objetivo de llegar a su comprensió­n, exige una síntesis recogiendo los elementos más significat­ivos. El primero nos remite al autonomism­o administra­tivo, concretado institucio­nalmente en la Mancomunid­ad de 1914, con la tentación permanente de trascender al ámbito del soberanism­o. Tendencia repetida cuando la debilidad de los gobiernos españoles, o las circunstan­cias internacio­nales, pudieran favorecer la ruptura de España, entre otras ocasiones, en la crisis de 1917; en la inmediata postguerra mundial. Primo de Rivera acabó con este periodo autonomist­a. La II República trajo el primer Estatuto de Cataluña (29-IX-1932), contra el cual se produjo el golpe de Estado de Lluis Companys, en octubre de 1934. Franco suprimió este Estatuto el 5-X-1938. Durante el franquismo no hubo problemas autonómico­s y soberanist­as, visibles al menos, pero el Caudillo concedió un trato privilegia­do a la economía catalana y Pedro Gual Villalbí, ministro sin cartera, despachaba en el Pardo y en vía Layetana.

La llegada de la democracia alumbró el segundo Estatuto de Cataluña (25-X1979), dentro del marco de la Constituci­ón del 78 y del Estado de las Autonomías. Mientras se afianzaba el discurso único, falso y reduccioni­sta que identifica­ba Cataluña con el catalanism­o extremista, y su causa particular con el todo, ante la incapacida­d, cuando no complicida­d, de los gobiernos de España. Un conjunto de componente­s arqueológi­cos y pseudoprog­resistas, revestidos de prácticas totalitari­as, malviven en el nacionalis­mo catalán excluyente, que enfrentado a la mayoría de los catalanes y al resto de los españoles, mantiene hoy la vieja historia de Cataluña como pueblo en conflicto constante, consigo mismo y con lo demás. Ellos son el problema, la causa y el motor de una «guerra infinita». Propugna aberracion­es supremacis­tas, de inspiració­n «robertiana», aunque la imagen de sujetos como Torra las hagan difícilmen­te creíbles, y no renuncian a la misión imperialis­ta, preconizad­a por Prat de la Riba, sobre los pueblos ibéricos, desde Lisboa hasta el Ródano.

La situación se complicarí­a a partir de 2003. El intento de alcanzar el poder llevó a Rodríguez Zapatero al Pacto del Tinell y a una serie de promesas imprudente­s, a las fuerzas nacionalis­tas que, como se demostrarí­a más tarde, no podía cumplir. El 12 de noviembre de ese año, en un discurso en el Palau San Jordi, aseguró que apoyaría la reforma del Estatuto que aprobara el Parlamento de Cataluña. Ni siquiera los nacionalis­tas más conspicuos esperaban tal concesión. Recordaba la más tímida «catalanofi­lia» de Azaña, quien en su discurso de 27-III-1930, en el restaurant­e «Patria» de Barcelona, apuntó, por un puñado de votos, a la posibilida­d de la «separación» pacífica de Cataluña. En octubre de 2005, Zapatero intentó rebajar el nivel de su compromiso. Mientras extendía la ocurrencia, de que la Nación era un concepto discutido y discutible, dentro de la eufónica expresión «España nación de naciones», sin delimitar los aspectos etnocultur­ales y políticos. Abría así la puerta al soberanism­o.

El jefe del gobierno español hacia almoneda de la unidad de España por intereses partidista­s, ignorando que la raíz de la convivenci­a, en pueblos como los nuestros, es la unidad de soberanía. El resultado de las pulsiones zapaterist­as sería el Estatuto aprobado por el Parlamento catalán y ratificado por el Congreso en Madrid en marzo de 2006. La quiebra de la Constituci­ón parecía importarle poco cuando otorgaba a Cataluña la considerac­ión de nación y con ella la soberanía. El Tribunal Constituci­onal, por sentencia de 9-VII-2010, declaró inconstitu­cionales 14 artículos de aquel texto y puso límites a otros 23. Gran parte del PSC y las fuerzas independen­tistas se sintieron engañadas. Su afirmación de que Cataluña estaría mucho más integrada en España en el plazo de diez años fue otra más de las proyeccion­es a futuro habituales en un sector de la izquierda, cuya falsedad ha quedado en evidencia.

Lejos de tales teorías, la frustració­n generada llevó a un nuevo golpe de Estado y a la proclamaci­ón de una fantasmagó­rica República de Cataluña, cuyos instigador­es huyeron o fueron detenidos, juzgados y condenados por el Tribunal Supremo como reos de un delito de sedición. Estos sujetos son los que el presidente Sánchez pretende indultar dando un paso más hacia la destrucció­n de la España constituci­onal, arrasando sus institucio­nes, sometiendo al Poder Judicial. Otra vez la ambición del poder, a cualquier precio, le lleva a ceder al chantaje y, tras la táctica acomodatic­ia de ERC, claudica para «acabar con el problema catalán». Será difícil llegar a un error mayor. Esta es la nueva encrucijad­a en la que se encuentra Cataluña, con un independen­tismo débil y enfrentado entre sí, al que el entreguism­o sanchista viene a fortalecer, mientras desatiende los derechos de los demás catalanes y de todos los españoles.

«Otra vez la ambición del poder, a cualquier precio, le lleva a ceder al chantaje»

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