Asesinar (un poco) a Cronenberg
Brandon Cronenberg. Andrea Riseborough, Christopher Abbott, Jennifer Jason Leigh. Canadá-Gran Bretaña, 2020. 103 minutos.
Difícil desprenderse de la etiqueta de «hijo de papá» cuando te apellidas Cronenberg y haces películas sobre virus y subjetividades virtuales. En «Antiviral», su ópera prima, Brandon Cronenberg partía de una brillante premisa –la adicción a inyectarse las enfermedades de tus celebridades favoritas: una versión pre-Covid del «fandom»–, que parecía anunciar la primera novela de su padre, «Consumidos» (qué extraños los vasos comunicantes comunicantes de la filiación), para sabotearla con un tedioso y derivativo desarrollo. Era inevitable pensar en la compacta filosofía sobre el cuerpo y sus metamorfosis elaborada por David Cronenberg desde los tiempos de «Crimes of the Future» y «Vinieron de dentro de…», del mismo modo que es inevitable pensar en la telepatía psicocorporativa de «Scanners» o la realidad ludogénica de «eXistenz» cuando vemos «Possessor», aunque el resultado sea más estimulante que el de «Antiviral». Los genes siguen pesando, pero, desde la primera y espléndida secuencia, percibimos que la ejecución es personal y notablemente perturbadora. Ganadora del pasado Festival de Sitges, cuenta la historia de una asesina a sueldo que se infiltra en la mente de sus huéspedes vía implante cerebral para camuflar sus sangrientas misiones, a menudo relacionadas con el espionaje industrial y corporativo. Sus huéspedes se suicidan para no dejar rastro de la operación. La fusión psíquica que exige el proceso acabará provocando una crisis de identidad que afecta al que posee y al poseído, y la propia película se ve atravesada por esa tensión, que derrite las fronteras de realidad y alucinación igual que lo hacía «Videodrome», por volver a la
filmografía de Cronenberg padre. No podemos estar seguros de lo que percibimos, y la violencia de las imágenes desequilibra nuestra conciencia del yo. El tono es frío y clínico, metálico, como de technothriller pulido en silicio, a la vez elegante y penetrante, y deliberadamente anacrónico. Es curioso cómo en esta foucaultiana sociedad de la hipervigilancia, en la que las empresas comercian con los datos que obtienen de las webcam y las dobles identidades se manifiestan en el ring de la materia gris, «Possessor» prefiere definir un entorno analógico, que tiende a la pesadilla de la vieja escuela. En ese sentido, es interesante el trabajo de los dos actores, la enigmática y etérea Andrea Riseborough, y Christopher Abbott, que tienen que encarnar las dos caras de una misma moneda, la una sufriendo el cortocircuito de una identidad mezclada con la sangre de su culpa, y el otro resistiéndose a ser marioneta de un ente que se le aparece como una amenaza en la sombra de sus neuronas, y que a veces domina sus gestos y su mirada.
Lo mejor
Que Brandon Cronenberg haya conseguido asesinar al padre sin dejar de quererlo y admirarlo
Lo peor ¿Por qué, nos preguntamos, una película tan vistosa no puede pasar primero por salas?