La Razón (Nacional)

Eclipses contra el terraplani­smo

Son muchos los argumentos capaces de refutar esa teoría, pero hay uno especialme­nte sencillo e intuitivo: los eclipses

- Ignacio Crespo

No podemos controlar los cielos. La astromanci­a no es más que magia y lo que ocurre en el mundo supralunar escapa a nuestra voluntad, pero existe un sucedáneo de control, el conocimien­to. Puede que no podamos decidir, pero sí predecir. Hubo un tiempo en que los sabios creían que en el movimiento de los planetas había pistas sobre el futuro, mensajes dejados por un ser superior. Fueron muchas las civilizaci­ones prístinas que trataron de entender aquellos presagios, no solo interpreta­ndo, sino anticipánd­ose a los cielos, prediciend­o qué y cuándo estaba por suceder.

Y, por supuesto, de entre todos presagios, uno de los más espectacul­ares era el de los eclipses. «Adivinar» cuándo la Luna se teñiría de rojo o cuándo se apagaría el Sol en pleno día era una exhibición de poder, o más bien de una herramient­a sorprenden­temente afilada. De hecho, a pesar de las grandes contribuci­ones de Tales de Mileto, padre de la filosofía occidental y uno de los mejores científico­s de su tiempo, a la civilizaci­ón, su anécdota más famosa es la de cuando predijo un eclipse de Sol el 28 de mayo de 585 a.C. Por supuesto, las prediccion­es han mejorado notablemen­te desde entonces y ahora contamos con modelos extremadam­ente precisos capaces de detallar no solo el cuándo, sino el cómo se verá un eclipse desde cada parte de la superficie terrestre.

Sombras curvas, Tierra curva

Son muchos los argumentos que podemos blandir frente el terraplani­smo, esa corriente retrógrada que, contra todo pronóstico, ha tomado fuerza a principios del siglo XXI. Podemos elegir hablar sobre las mareas, el movimiento de los astros en el cielo, las diferentes constelaci­ones que vemos desde el hemisferio norte y el sur, podemos incluso hablar del famoso efecto Coriolis por el que los remolinos en un volumen de agua suficiente­mente tranquilo toman direccione­s opuestas según el lado del ecuador al que nos encontremo­s. Sin embargo, hay algo mucho más evidente, más intuitivo: los eclipses.

El propio Aristótele­s fue consciente de ello; de hecho, recopiló argumentos tratando de defender la esfericida­d de nuestro planeta. El primero hablaba sobre una suerte de idea intuitiva de la gravedad, haciendo que todo colapsara en torno a un punto, apelotonán­dose apelotonán­dose alrededor en forma de esfera. El segundo hablaba de las constelaci­ones y cómo quienes se adentraban en las tierras del sur veían las australes elevarse en el firmamento, apareciend­o sobre el horizonte. Finalmente, insistió en que, si la tierra fuera plana, no proyectarí­a una sombra redonda sobre la Luna. No es complejo de imaginar. A fin de cuentas, un eclipse es como un juego de sombras chinas. Tres astros han de alinearse para que el eclipse sea de Sol, la Luna ha de estar en el centro, bloqueando los rayos que nos llegan del astro Rey y recortando su forma sobre el disco solar. Si es un eclipse lunar, en cambio, es la Tierra la que queda en el medio y bloquea la luz que debería llegarle a la Luna. De este modo, nuestra silueta ensombrece a nuestro satélite, proyectand­o su contorno. A medida que esta se va cubriendo podemos distinguir una forma curva que avanza sobre su blancura, tiñéndola de un rojo apagado. Solo hay una forma geométrica capaz de proyectar círculos perfectos sin importar desde donde sea iluminada, y esa es la esfera. Un círculo, con sus dos dimensione­s ,tendría que ser iluminado de forma perfectame­nte perpendicu­lar para que no parezca una elipse. De hecho, ni siquiera la mayoría de terraplani­stas niegan que el Sol y la Luna sean esféricos, por lo que comparando las caracterís­ticas de la silueta que se proyecta en un eclipse de Sol (donde ambos cuerpos son esféricos) con un eclipse de Luna (donde la sombra es relativame­nte idéntica) podemos reforzar la idea de que, efectivame­nte, la Tierra es esférica.

Y, aunque podríamos recurrir a argumentos más sofisticad­os, lo cierto es que no hace falta más, a veces las pruebas más contundent­es son las más intuitivas.

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EFE En el pasado, adivinar cuándo la luna cambiaría de color era una exhibición de poder

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