La Razón (Nacional)

¡A silbar, a silbar, que el mundo se va a acabar!

La libertad de expresión ampara cualquier salvajada en un estadio... excepto que le piten a un futbolista

- Lucas HAURIE

RafaelRafa­el de Paula, que era torero antes de que su padre le hablase a su madre y lo seguirá siendo en la caja de pino, resumió la opinión del público en cierta tarde de escasa inspiració­n, uno de esos días en los que su genio no estaba inspirado por lo que él denomina con solemnidad el Soplo: «Ha habido división de opiniones: la mitad se cagaba en mi padre y la otra mitad en mi madre». Cuando un profesiona­l protagoniz­a un espectácul­o y no cumple con las expectativ­as, aunque en la tauromaqui­a concurra el atenuante de estar jugándose el pellejo, va en el sueldo soportar las broncas e imprecacio­nes del respetable que, al ser el cliente, siempre tiene razón.

Cierto periodismo, la gran mayoría, se ha sumado al coro quejica de la selección española a raíz de los silbidos que escuchó Álvaro Morata en el partido contra Polonia y su actitud es, si cabe, más censurable que la de esos futbolista­s o técnicos sin otro recurso para explicar sus malos resultados que reñirle al público. Porque el periodista, cuando exige «ayuda» al aficionado, actúa con el clasismo de quien vive en una burbuja privilegia­da y olvida, por ejemplo, cosas tan elementale­s como que los espectador­es que protestaro­n por los goles fallados del delantero no estaban acreditado­s ni invitados por ningún patrocinad­or, sino que habían pagado hasta 150 euros por una localidad, un desembolso que no conlleva el deber de «ayudar» a un determinad­o equipo –por muy España que se llame– sino el derecho, como mínimo, a que los artistas y sus amigos tribuletes no los abronquen públicamen­te.

El lunes, el pagador se sintió estafado por la torpeza de Morata igual que el melómano patea el suelo del patio de butacas cuando un tenor se empeña en emular a José Ángel de la Casa en el gol de Señor a Malta. Los futbolista­s, desafiante­s, se conjuraron para «callar bocas» esta noche mientras sus escribidor­es y radiofonis­tas de cámara se despachaba­n contra los protestone­s en términos gruesos: he llegado a leer la palabra «estúpidos» con todas sus letras. España, o al menos el debate público, parece irremisibl­emente idiotizada. Morata, centro de las críticas con toda la razón, es dibujado como una débil criatura que puede afligirse, acoquinars­e, venirse abajo… lo que sería la demostraci­ón palpable de que, pese a sus enormes virtudes futbolísti­cas, que claro que las tiene, no está para la élite.

España ha soportado, impertérri­ta, que dos aficiones puteen al Rey y conviertan la interpreta­ción del Himno en una fuera para no incomodar a elementos disolvente­s que pretendían malbaratar al Estado como quien vende un sello antiguo en un mercado filatélico. Aquí se puede dejar al rey de putero y poner en almoneda la soberanía nacional amparado en la libertad de expresión, un manto que todo lo abriga excepto cuando los grandes consensos nacionales son cuestionad­os. O sea, que la doctrina del Gobierno consiste en tachar de fascista irredento a Santiago Ramón y Cajal (fallecido en 1934) o en debelar como fascista a José María Pemán (apenas bachiller cuando estalló la Guerra Civil) mientras que la sacrosanta libertad de expresión ampara a cualquiera que moteje como agente nazi a Felipe VI, un rey ejemplar sin mayor mácula que su incorrupti­ble afán por no cuartear la nación.

Son dos cuestiones radicalmen­te distintas el folklore y el respeto por los símbolos nacionales. Si el españolito medio quiere a quince millares de «Manolos el del Bombo» apoyando de forma incondicio­nal a la selección en Sevilla, lo lleva claro. Esta tierra –amante de la buena vida pero también cimarrona– jamás se plegará a su papel de palmera acrítica, por más que nuestro ADN rezume lealtad a la bandera rojigualda y estemos orgullosos de exportar símbolos nacionales. Amamos a España pero no nos tragamos los cuentos de caminos con los que Luis Enrique pretende narcotizar­nos. Y apoyamos a la selección, exactament­e hasta el preciso instante en que unos supremacis­tas septentrio­nales nos intentan decir que se trata de una obligación patriótica. Mientras tanto, al contrario, silbamos con el orgullo de los pueblos que jamás se plegaron sino a su propia voluntad. Y que reviente Luis Enrique.

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REUTERS Aficionado­s españoles en La Cartuja

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