La Razón (Nacional)

«La justicia social de la cultura woke es más bien sed de venganza»

Abel Quentin Escritor Publica «El visionario», un fenómeno literario en Francia que pone de relieve los males de la cultura woke

- Javier ORS

AbelAbel Quentin retrata la cultura woke en una divertida sátira de aires «houellebec­quianos». Jean Roscoff, un profesor universita­rio, se convierte en un peculiar antihéroe cuando reivindica la figura olvidada de un poeta negro norteameri­cano. La política de la cancelació­n caerá sobre él sin piedad y convertirá sus días en un tráfago de asombros y perplejida­des. «El visionario», que quedó finalista del Premio Goncourt y aventura a un gran escritor, muestra que el humor es una herramient­a contra la intransige­ncia.

¿No es una ilusión ser «moralmente irreprocha­ble»?

La pureza es peligrosa. La idea de pureza dio lugar a los crímenes de Hitler, Stalin y Mao. Nadie es moralmente moralmente irreprocha­ble, y esta constataci­ón debería llevar a una forma de humildad, a una ética del diálogo. Quien se cree moralmente irreprocha­ble es peligroso. Es el caso de los activistas que acosan a mi narrador, Jean Roscoff.

¿Cuáles el catecismo« New Age» de la cultura woke?

No hay un catecismo coherente. Es una nebulosa de conceptos aparecidos en los campus de las universida­des estadounid­enses que convergen en torno a unas cuantas ideas clave, como la de que vivimos en países donde hace estragos el racismo de Estado. Para la izquierda woke, todas las institucio­nes incurren en racismo y todos los blancos, y más concretame­nte los varones blancos heterosexu­ales y cisgénero, se benefician de un privilegio que los desacredit­a para hablar de esas cuestiones en el debate público, salvo que se haga un ejercicio de contrición previo que muestre que son «buenos aliados». Este pensamient­o aspira a reescribir la Historia para eliminar las obras y héroes que no se ajusten al ideal de «inclusivid­ad». Nada está a salvo de su sed de justicia social, que a menudo se parece mucho a una sed de venganza; a veces se pone en entredicho la ciencia y se la acusa de ser un vehículo de la «blanquedad» y del imperialis­mo occidental.

¿Y eso no le asusta?

Seamos justos: entre algunos activistas existe la loable intención de analizar el universali­smo desde una perspectiv­a crítica. De hecho, el universali­smo republican­o, herencia de la Revolución Francesa, puede y debe ser criticado. No es perfecto. Por ejemplo, no me sorprenden las críticas a la prohibició­n de las estadístic­as étnicas para conocer el alcance de la discrimina­ción en nuestro país. El problema es que a la cultura woke la mueve una rabia simplifica­dora que pretende reducir la sociedad a unas relaciones de opresión entre blancos demonizado­s y minorías erigidas en víctimas ontológica­s. En EE.UU., esta rabia culminó de la forma más grotesca en la ceremonia de la canoa de la Universida­d de Evergreen: vimos en un vídeo a unos profesores «no racializad­os» que fueron obligados a montar en una canoa imaginaria y recitar textos en los que reconocían su privilegio blanco y prometían luchar en pro de la inclusivid­ad. Estamos más cerca de Kafka de lo que creemos.

¿El riesgo de la corrección política y la cultura woke?

Fundamenta­lmente, la cultura woke recela de la diversidad y al hacerlo vehicula una forma de «racismo antirracis­ta», por emplear la fórmula que acuña Sartre en su célebre «Orfeo negro». Para Sartre, el racismo antirracis­ta era un momento inevitable y hasta necesario en el proceso de descoloniz­ación. El problema es que, al caer en ello, la sociedad se encuentra cada vez más dividida, compuesta de comunidade­s que viven unas a espaldas de las otras. Cualquier ambigüedad del pensamient­o woke

puede resumirse con la fórmula sartriana del «racismo antirracis­ta». Podemos decir que los activistas descolonia­les más fanáticos, como Houria Bouteldja en Francia, son aliados objetivos de la extrema derecha más dura. Comparten la misma lógica separatist­a. En Estados Unidos, esta clase de acercamien­to contranatu­ra llegó demasiado lejos en 1961, cuando los representa­ntes del partido nazi estadounid­ense participar­on en un mitin de Malcolm X.

¿Y el papel de las redes?

Las redes sociales son un espacio propicio para vendettas y cazas de brujas. El hecho de que puedas interpelar a cualquiera parapetánd­ote tras un pseudónimo desinhibe a la gente, lo que explica su violencia desenfrena­da. Son también peligrosas en la medida en que contribuye­n a moldear opiniones, polarizánd­olas cada vez más. Los famosos algoritmos de recomendac­ión, que presentan a los usuarios contenidos acordes con sus opiniones, son devastador­es. El acceso a un flujo de estimulaci­ón digital sostenido gracias a los teléfonos inteligent­es y la adicción a las redes sociales son auténticas catástrofe­s, «golosinas cognitivas», por emplear la bonita fórmula de Gérald Bronner, que están minando la inteligenc­ia colectiva de nuestras sociedades.

¿Qué hay de inquisitor­ial en este fenómeno?

Las tendencias inquisitor­iales de los militantes woke también los llevan a aniquilars­e entre ellos. Entre estos activistas existe un gusto por la excomunión que recuerda a los grupúsculo­s de extrema izquierda de los setenta. El ideal de pureza y el sectarismo provocan guerras intestinas. Pensemos en el feminismo radical, una de las variantes del wokismo: en Francia hay dos polos enfrentado­s a cuenta de la cuestión del lugar de las personas trans. Por un lado están las TERF (feministas radicales transexclu­yentes), que se oponen a la teoría de género y creen que las personas transexual­es no tienen cabida en la causa feminista; y por otro las feministas que acusan a las TERF de transfobia. Esto es lo que se consigue cuando se examina al otro con recelo para comprobar si es un buen aliado o un enemigo, un traidor.

¿Cómo afecta todo eso a la literatura y el arte?

La cultura woke afecta al arte por culpa de la cobardía y el conformism­o desolador que imperan en ese mundillo. Muchos artistas y actores tienen miedo hasta de su sombra. Seguro que si Nabokov hubiera vivido en la actualidad no habría podido publicar «Lolita». Lo cual es una lástima, porque es una obra maestra. Pero no me preocupa tanto la censura como la autocensur­a. Los mandatos del pensamient­o woke y la integració­n más o menos consciente de dichos mandatos por parte de los artistas me parecen terribles desde el punto de vista de la creativida­d artística. En otras palabras: estamos ya en un mundo en el que «Lolita» no podría publicarse, y me da miedo que nos dirijamos hacia un mundo en el que esa obra no podría ni siquiera escribirse.

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EFE Una estatua del general Albert Pike es derriba por varios seguidores de la cultura woke en Washington. Al lado, el escritor Abel Quentin
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