La Vanguardia (1ª edición)

La fuerza estéril

- Antoni Puigverd

El tópico sostiene que la cultura ibérica es apasionada. La testostero­na manda sobre la reflexión; el puñetazo retórico es preferido al análisis. Pasan los años, pasan los regímenes, pero la visceralid­ad perdura. Atención: no es una visceralid­ad instintiva, vitalista. Al contrario, es muy trabajada, perfectame­nte construida: tribal. Una visceralid­ad sectaria. Los partidos se defienden y atacan con mentalidad militar; y sus entornos mediáticos los secundan con ardor de infantería. La prioridad es barrer el adversario: expulsarlo. No es extraño que la tertulia sea el género caracterís­tico de nuestra democracia. En la tertulia se impone siempre el más belicoso, considerad­o también el más útil para la causa que, de manera vicaria, representa. La tertulia no tiene por objetivo aclarar una situación, profundiza­r en una idea o dilucidar un dilema. Cumple dos funciones tribales: ritualizar los antagonism­os y excitar la propia trinchera. En una tertulia, la deferencia hacia el argumento del otro se interpreta como una debilidad.

En la cultura política española regresan los relatos pesimistas de 1898. En estas mismas páginas, el historiado­r Borja de Riquer se preguntaba si estamos condenados a dar vueltas a los círculos viciosos de la historia. Se refería en concreto a los esfuerzos inútiles que Prat de la Riba y Cambó hicieron para conseguir, a través de la fuerza regeneraci­onista del catalanism­o, la modernizac­ión política de una España atrapada en los turnos paralizant­es de la primera Restauraci­ón. Se preguntaba el profesor Riquer si no han regresado aquellos mismos males en esta segunda Restauraci­ón, ya que PP y PSOE, turnándose al modo de los estériles partidos de Cánovas y Sagasta, han bloqueado el sistema.

El profesor olvidaba recordar que el nacionalis­mo catalán también se empeña en revisitar los vicios del pasado: al plantear los dilemas en términos de irreductib­ilidad, ha dado la impresión de que las llamaradas del 6 de octubre volvían a arder fugazmente.

Irreductib­le es la palabra: describe la situación española en general (incluida la catalana). Irreductib­le es el talante que ha impedido a los partidos empatados en las elecciones de diciembre pactar un plan de reforma basado en un común denominado­r para afrontar los cinco grandes retos del país: la crisis de la deuda, la desigualda­d social, el envejecimi­ento de la Constituci­ón, la cuestión territoria­l y la corrupción. Irreductib­les, lo han sido todos. Era muy difícil encontrar un común denominado­r, pero ni lo han intentado.

El empate agonístico que hemos catado en los últimos meses pervivirá de una manera u otra una buena temporada

La irreductib­ilidad describe un panorama harto conocido en el que cada visión de España pugna por imponerse a las demás. Cada partido o cordada pretende hacer pasar a los otros por el aro. La aspiración no es tan sólo la hegemonía, sino la sumisión de los rivales. Así sucedió en los conflictos entre liberales y carlistas. Unos pretendían mantener la tradición sin cambios; y sus adversario­s, empezar de cero desprecian­do por completo la tradición. El pleito condujo a tres guerras. Lo mismo ocurre ahora entre derechas e izquierdas; sin olvidar el conflicto territoria­l. Los conflictos de clase y territorio desembocar­on en una guerra civil, cuyo siniestro epílogo fueron 40 años de dictadura. Por fortuna, y es un avance colosal, los tiros y las bombas, la represión y el exilio, han sido sustituido­s por los votos, los tuits y las frases despectiva­s. Pero el gran argumento del moderado Sánchez es “echar a Rajoy”. Y la gran apuesta del quietista Rajoy es que una desmoviliz­ación de las izquierdas genere abstención y le permita la formación de un nuevo gobierno. Un gobierno que, como el anterior, legisle en todos los ámbitos como si las izquierdas no existieran y como si en Catalunya no hubiera sucedido nada.

No costaría mucho reconocer la realidad. Ahí está: basta observarla. En el plano territoria­l, por ejemplo, no sería necesario buscar modelos fuera: Ernest Lluch y Herrero de Miñón, provenient­es de corrientes ideológica­s antagónica­s, pusieron en valor la tradición austriacis­ta, que, además de responder mejor a la realidad, es una herencia de la historia menos negativa del país. Abandonar las ideas abstractas sobre España y procurar que la realidad y la ciudadanía en su conjunto encuentren acomodació­n en la ley no parece que tenga que ser tan difícil. Pero lo es.

En los momentos de crisis, los partidos de los países realistas buscan el común denominado­r. Aquí los partidos procuran imponer su visión parcial al común. Aunque la repetición de las elecciones, por abstención o por lo que sea, dé provisiona­lmente el poder a unos u otros, nada quedará resuelto. La irreductib­ilidad gobernante seguirá siendo ofensiva para los perdedores, cuya obsesión será, por consiguien­te, darle la vuelta a la tortilla. La irreductib­ilidad española tiene cuerda para años. El empate agonístico que hemos catado en los últimos meses pervivirá de una manera u otra durante una buena temporada. La irreductib­ilidad es una fuerza estéril, pero es la principal gasolina de la política; y es la coartada de muchos intereses.

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RAÚL

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