Sin complejos
El hábitat político español, incluido el de las nacionalidades históricas, se ha vuelto extraordinariamente propenso al contagio de las actitudes partidistas. El relato que idean sus dirigentes es tan parcial que resultaría sencillamente ridículo si no desembocara en un estado de cosas más que bochornoso. Parcial no sólo porque responde a intereses particulares inmediatos. También porque narra una parte ínfima de lo que ocurre y la más anecdótica. No es casual que una de las noticias de la semana pasada fuese la disposición favorable de los partidos a que, de celebrarse, las terceras elecciones tengan lugar el 18 de diciembre y no el día de Navidad. Es a lo que conducen los mantras empleados, que de tan parciales acaban siendo hasta enigmáticos.
El PP ha logrado endosar a los socialistas toda la responsabilidad sobre la investidura de Rajoy, ocultando así las dificultades que entraña asegurar la gobernabilidad del país en minoría. Por su parte, el PSOE se aferra a la invectiva de que los populares busquen el acuerdo “con sus afines”, como si tal encomienda tuviera algún significado en el mapa partidario actual. Ciudadanos apela a la realidad de la victoria popular el 26 de junio, lamentándose a cada paso del talante que muestra el partido con el que ha suscrito 150 medidas ya devaluadas. Y Pablo Iglesias continúa alzando la voz en el hemiciclo, en nombre de la gente, dando a entender que sus aspiraciones reclaman un mundo aparte.
Tras esas proclamas y conductas se adivinan, claro está, algunas intenciones. Como la de los populares, tocando con los dedos el paraíso de salir indultados de los casos de corrupción que protagonizan ante la justicia, mientras hacen suya cualquier buena nueva de la economía eludiendo la mínima autocrítica. La de los socialistas de Pedro Sánchez, conscientes de que sus detractores nada tendrían que ganar disputándole el liderazgo del partido al secretario general en esta interminable agostada. La de Rivera por un lado y Podemos por el suyo tratando de reciclar la cartelería del cambio aunque sea en apariencia.
El hábitat político español favorece el contagio porque genera un estado de sugestión entre los dedicados a la cosa y los seguidores más entusiastas. Las terceras elecciones están pasando de posibles a probables. Ni Rajoy ni Sánchez se esfuerzan en disimular que no temen a las urnas,
Nadie se corta aquí a la hora de transferir al otro las responsabilidades políticas u orillar las propias
que desean concurrir de nuevo a los comicios. El mito recurrente de que a una determinada formación le sobró una semana de campaña y a otra le faltaron siete días de propaganda adquiere en esta ocasión poco menos que el valor de una verdad científica. Los populares parecen convencidos de que, una vez redimidos de toda culpa por quedar primeros y a distancia de los segundos, el viento sopla a su favor. Los socialistas confían en que los resultados de unas terceras elecciones les sean, como siempre, más benignos de lo que auguran las encuestas. Rajoy dibuja con su habitual desgana un sistema unipolar que trascienda al bipartidismo, mientras induce en Sánchez el conformismo con el que los socialistas contemplan el enfriamiento definitivo de las ínfulas de Unidos Podemos como un logro al alcance de las terceras elecciones. Aunque sea al precio de que el PP obtenga mayor ventaja respecto al PSOE.
La meliflua convicción expuesta por los socialistas de que lideran el bloque del cambio no se basa en una constatación empírica, sino en la sugestión que provoca el voluntarismo en un hábitat político contagioso en eso de no tener complejos para defender hasta lo absurdo. Nadie se corta aquí a la hora de transferir al otro las responsabilidades políticas u orillar las propias. Si el primer partido del país es capaz de sacudirse las culpas de la corrupción acogiéndose al perdón concedido por sus electores, todas las demás formaciones se sienten legitimadas para fabular sobre su presente y su futuro, para operar con tácticas de dudosa eficacia o para acogerse al transcurso del tiempo como taumaturgia. Olvidando que ir sin complejos por la vida es un atributo de la derecha que ni siquiera la izquierda más conservadora se puede permitir, como ha quedado demostrado una y otra vez.
Tras la catarsis del 20-D las esperanzas de cambio y regeneración parecen declinar porque el PP y sus votantes se muestran capaces de aguantarlo todo frente al desmoronamiento de un sistema que dejó de ser bipartito y ya era unipolar antes de que Rodríguez Zapatero abandonase la Moncloa. Las indicaciones de la Unión Europea y las de los mercados son el argumento definitivo que enmudece a los postulantes socialistas del cambio. Aunque se enroquen en la defensa de una postura en el fondo equívoca bajo la apariencia de un no rotundo.