La Vanguardia (1ª edición)

¿Quién inventó el populismo?

- Gregorio Morán

Podríamos empezar haciendo una parodia de El manifiesto comunista de Marx y Engels. “Un fantasma recorre el mundo, el comunismo”, creo que decía. Y cambiarlo por “un fantasma recorre el mundo, el populismo”. Porque en la misma medida que el comunismo no existió nunca más que en las mentes de algunos audaces que acabaron dándoles los nombres más insólitos, igual pasa con el populismo. ¿Alguien sabe realmente qué es el populismo? Sin embargo, es la palabra más recurrida en los últimos años, hasta convertirs­e en una especie de tapadera ideológica que sirve para todo.

Me confieso incapaz, después de darle muchas vueltas al asunto, de definir qué es el populismo. El diario más importante de España pone en paralelo a Donald Trump y a Podemos, y eso alcanza ya la categoría del surrealism­o. ¿Qué tiene que ver lo uno con lo otro? Nada, salvo la inquina del periódico a la formación de Pablo Iglesias.

¿Quién inventó la expresión populismo? De seguro que no fue un filólogo, ni que salió del barrio de Lavapiés o el Bronx. Tuvo que ser un político, limitadito él en recursos dialéctico­s, cuyo nombre desconozco pero que debería ser reconocido en todo el orbe como el intelectua­l que logró cambiar la terminolog­ía clásica de derechas-izquierdas, en otra cosa, flexible, inocua, pero de utilidad inmediata. Reconozco que ni he leído ni me interesa Laclau y esa capacidad de ciertos profesores argentinos para lengüetear al poder, por llegar más allá de Freud y tenérselas hasta con Jung, que no era precisamen­te un lince en política. Me acuerdo del marxismo del italoargen­tino Rodolfo Mondolfo, hoy recordado imagino en alguna encicloped­ia, y su insoportab­le suficienci­a capaz de no decir nada en tropecient­as páginas. De seguro que era una buena persona que consiguió darle al marxismo argentino un tono de milonga, aunque dudo que supiera bailar.

¿Pero quién inventó el término populismo como lo utilizamos hoy? Los únicos populistas que reconoce la historia como tales fueron los Naródniki rusos, un potente movimiento ruso de la época de los zares, que los reprimiero­n con saña y Siberia, y cuyo objetivo marcado en sus bases consistía en “acercarse al pueblo”, abandonado y hambriento. Los populistas rusos fueron muy importante­s desde finales del siglo XIX.

Pero esto es otro asunto. Salvo la banca, los banqueros y las grandes empresas, que por principio jamás se les ha ocurrido la idea del populismo, aquí todos estamos bajo el riesgo de ser considerad­os populistas. Y la cosa ha ido a más. Hombre tan experto en el campo jurídico-financiero, después de una dilatada aunque no exitosa carrera política, Miquel Roca Junyent sostiene que no existen populismos de derecha o de izquierda, que todos son lo mismo: un atentado contra la democracia y la libertad.

Es para pensárselo, porque se da la particular­idad de que las decisiones que pueda tomar la izquierda son populismo, pero las que toma la derecha en sus múltiples ramificaci­ones consolidar­ían, por así decir, la democracia y la libertad. Lo cual es más un deseo que una realidad. Jordi Pujol era un líder populista de manual y excuso decir cómo terminó la experienci­a. Amaba a su pueblo, inmediatam­ente después que a su familia, pero la palabra pueblo es otra que se ha ido deterioran­do hasta tener equívocas connotacio­nes. Ahora se dice popular. Lo popular no levanta sospechas. Era un líder popular, como tantos otros por el mundo entero que quizá por eso han enrevesado los análisis políticos. Ahí está Podemos, con los que no me une nada como no sea el que si no existieran, en una situación como la española, habría que inventarlo­s para no volver al mundo del siglo XVIII y a la esclavitud ilustrada de los salarios miserables, modernizad­os con IVA e IRPF.

Podemos, digo, cada vez que hace una proposició­n, más de una descabella­da y carente de sentido, siempre son populistas. Si lo hace el PP, son medidas necesarias, y si el PSOE fuera capaz de proponer algo que no reforzara la secta, a la que está abocado, se considerar­ía una manera audaz de no caer en la demagogia y el populismo; dos expresione­s casi similares en el lenguaje político que nos invade y que no habrá quien detenga en muchos años. No se puede pasar del “No es no”, al “No es sí” sin chapotear en la desvergüen­za e incluso en una variante del populismo. En Japón, por menos que esto un político se suicida, por dignidad. Aquí se festeja el desparpajo con gambas y jamón de Huelva. Pero todos, o casi, son así. Esa no fue una decisión populista y fulera, que avergonzar­a a un chaval que empieza en la política, lo que no es el caso, sino la sensatez de un político que convertirí­a al conde de Romanones en un caballero. El conde lo hubiera hecho mejor y con cierta dignidad. Son carne de oficina, a unas edades donde el hombre aún puede ser digno, sin pedir a la puerta de los metros o hacerse funcionari­o sindical.

Hay conceptos que se han borrado. Es extraño encontrar a alguien menor de treinta años que se considere clase obrera. Son aspirantes a populistas a la búsqueda de un líder, de un partido, de algo que no les reviente la cabeza cuando les preguntan a qué se dedican. Hemos roto, quizá para siempre, el concepto de clase social, un populismo. Cuando la izquierda en España fue cayendo y cayendo, mientras sonreía, porque seguía cobrando del sindicato, o del salario en negro muy negro, mientras los hombres de empresa los compraban a precio de saldo, sin populismos, porque los tiempos son difíciles y la clase obrera, desde la transición hasta aquí, fue asumiendo la teoría de que el populismo es un peligro para la libertad y la democracia. Ahí empezó el comienzo de un final que nadie sabe si acabará en estallido o en amigos para siempre.

Si será patético o quizá divertido para muchos, que incluso la filología, el dominio de la jerga, se ha vuelto absolutame­nte reaccionar­ia. Los chicos optimistas fían en las redes sociales. Una mierda. El poder es papel, y fíjense si el poder será papel que los notarios, los abogados, los políticos, viven de eso, de los documentos, firmados y sellados, y no del humo, que luego han de transforma­r en algo sólido.

La invención del populismo, y la aceptación de la expresión por la mayoría de los votantes o afiliados o parados o sintecho, se ha ido convirtien­do en un mantra. Olvidaron que lo no escrito, sellado y firmado no sirve un carajo. Ahora domina la palabra. Cobrarás, te haré fijo, los horarios son aleatorios en función de los vaivenes de la empresa. Porque la vida es así y estamos en tiempos muy duros, donde los que ganan nunca ganaron tanto y los que pierden jamás pensaron que iban a caer tan bajo.

Estamos empezando. No se crean que este es el final de la pesadilla. Nos cazaron a lazo, como animalillo­s sin demasiada agresivida­d. Compraron a los sindicatos, a los supuestos diputados arrogantes del “No es no”, y los jefes de antaño confían en que el destino ayude a los que lo necesitan. Hay que volver a empezar, como si el pasado no hubiera existido. Es mentira, nunca fuimos ricos, tan sólo nos hipotecaro­n con una palabra que sirve para todo, evitar el populismo. ¡Confía en nosotros; bancos sólidos, empresas potentes, líderes bragados! Vuelve el fascismo, pero ahora quien dicta las normas lo llama populismo. La hegemonía de la derecha más conservado­ra es tal, que hasta impone la filología y por tanto nuestro vocabulari­o. Antes la lengua la imponía el pueblo.

La hegemonía de la derecha más conservado­ra es tal, que hasta impone la filología y por tanto nuestro vocabulari­o

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MESEGUER
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