Queremos
El treinta y cinco aniversario de la Constitución ha estado rodeado de un amplio debate sobre la posibilidad de su reforma. De hecho, parece que una notable mayoría se pronuncia a favor de un cambio constitucional, si bien en direcciones muy diversas. Hay coincidencia en la conveniencia del cambio, pero no tanto en su contenido. Y también una amplia mayoría parece coincidir en que sería bueno que esta reforma viniera presidida por un consenso que se coincide en señalar como imposible o, en todo caso, como muy difícil.
Pero, a su vez, también una gran mayoría señala que la Constitución ha hecho posible el periodo más largo de normalidad institucional y democrática de la historia de España. Se quiere cambiar sin necesidad de olvidar la transformación política y económico-social que el Estado ha protagonizado al amparo del despliegue constitucional iniciado en 1978. La ambición del cambio convive con el reconocimiento de lo que el proceso constituyente representó para el conjunto de todo el Estado.
De hecho, esta situación nos llevaría a concluir que la gente no atribuye a la Constitución la responsabilidad de las carencias actuales. La Constitución hubiera podido ser leída y aplicada de forma diferente. La música constitucional hubiera podido tener una letra diferente; y ha sido esta letra la que, por una u otra razón, ha distanciado la Constitución de la sociedad. No es necesario cargar a la Constitución la responsabilidad sobre lo que se le ha hecho decir, aunque no lo dijera. Ahora, el cambio que se pide va más allá de un texto petrificado; lo que se pretende es, más bien, reencontrar su espíritu inicial, los valores que proclama, para hacer una adaptación más sensible a las necesidades actuales.
Pactar es difícil, dialogar no siempre es agradable; pero la libertad descansa en el diálogo como herramienta de respeto y en el pacto como exigencia del pluralismo. Esta es la vía de la convivencia moderna; aceptar con naturalidad la discrepancia y la diferencia es la base del respeto. El consenso está lejos, pero tienen razón los que dicen que, sin intentarlo, el fracaso es seguro. Cambiar o no cambiar la Constitución no es el problema. El problema radica en el miedo a hablar y dialogar. ¿Queremos realmente hacerlo?