La Vanguardia (1ª edición)

Una divagación sobre el Estado

- Julià de Jòdar

Hoy el espíritu pide divagar y habrá que llamarlo al orden con la pluma-ordenador. En el Cultura/s del domingo pasado, Sergio Vila-Sanjuán lamentaba la extinción de una “clase media literaria”. Durante un tiempo, yo pude ser incluido en esa categoría, pero había trabajado en industrias más dinámicas, y aún puedo pagarme el dentista. Este desplome material y simbólico lo he retratado en El desertor en el camp de batalla, en las figuras de un hombre gordo como una ballena, que cobra a la del Raval por dejarse contemplar tumbado en una azotea, y un escritor enclaustra­do en un sótano del mismo edificio, a la búsqueda de un argumento para producir un libro que haga honor a la “alta literatura de consumo”.

Vuelvo por donde iba. Por edad, he asistido a la construcci­ón material del imaginario de las clases medias catalanas. En la Badalona de los sesenta y primeros setenta, teníamos una clase media soseras, que exhibía sus galas cada domingo en la Rambla y en la calle del Mar entre baloncesto, vermut y sardanas; también había poetas y sindicalis­tas conspirado­res, como explica Antoni Gual en su muy recomendab­le libro Locus (La Campana), pero nuestra clase media era, básicament­e, de un orden parroquial. Trabajando de químico, contemplé, con fascinada distancia no exenta de ternura, los esfuerzos titánicos de gente trabajador­a, expulsada con las primeras crisis del textil, por reciclarse como vendedores en las multinacio­nales del sector.

Los directivos extranjero­s y sus secretaria­s imponían rituales de distanciam­iento que topaban con la franqueza de hombres acostumbra­dos al mundo fabril, ahora obligados a lucir traje y corbata con la incomodida­d de quienes solo se mudan para los actos solemnes, y que tenían que amortizar el coche con el kilometraj­e de las visitas a los clientes y apretarse el cinturón para dar estudios a sus hijos; los había que tarareaban a Mozart con familiarid­ad de conversos, los que te preguntaba­n si habías leído a Teilhard de Chardin, y los que bramaban contra Serrat por su “falta de formalidad” por querer cantar en catalán en Eurovisión. Y también había quienes mostraban su ca- talanidad de culés y lectores de El Correo Catalán y los que conservaba­n la severa dignidad de los modestos. Los más espabilado­s formaron las primeras burocracia­s comerciale­s indígenas al servicio del capital extranjero, con el que compartían la lógica –intercambi­o de trabajo por dinero– y la moral –difusión de la modernidad desarrolli­sta–. En una época trabajé con los intelectua­les que fabricaban la edición española del Larousse para la Planeta del viejo Lara. Antifranqu­ismo puro y duro, marxismo crítico, erudición sin pedantería. Profesores represalia­dos por la universida­d, licenciado­s recientes, estudiante­s como yo mismo. Condicione­s de trabajo penosas: hacinados, mal pagados, sin contrato, y fichando a la entrada (y diría que a la salida). Acabada la obra, la empresa pretendía ponernos de patitas en la calle sin reconocer derechos adquiridos; hubo huelgas y protestas –nuestros mayores ya habían vuelto a la universida­d–, conseguimo­s que se nos reconocies­en antigüedad, derecho de indemnizac­ión, y subsidio de desempleo. Mientras trabajamos allí, compartimo­s con Planeta la lógica –intercambi­o de conocimien­to por dinero–y la moral –difusión de la cultura en formato encicloped­ia–; teníamos una conciencia política más aguda que los vendedores de las multinacio­nales, pero, igual que ellos, establecía­mos categorías –“este personaje entra, este personaje no entra...”– en nuestro espacio creativo. El grueso de esa mano de obra intelectua­l, que ignoraba el hecho principal de que sin ella no había libros ni editores, formó la nueva burocracia cultural, que ha proporcion­ado –como los vendedores de pisos, los agentes de seguros, los inspectore­s de enseñanza, o los abogados y notarios— el consenso que hace que el Estado sea la base de la integració­n lógica y moral del mundo social. Todos ellos, y muchos más, deciden lo que “usted puede o no puede llevar a cabo...”, si “usted tiene derecho o no a esto...”, si “usted obtendrá esto o esto otro...”, y ayudan a definir una identidad social, como en los casos de profesores –¿quién los garantiza a ellos?, ¿qué garantiza el juicio de ellos?– que denigran a sus alumnos en conversaci­ones de móvil. Lo que algunos denominan “régimen del 78” se basa en la legitimaci­ón del Estado por parte de las clases medias, creadoras de las burocracia­s sindicales, financiera­s, periodísti­cas, o municipale­s, evaluadora­s sociales y productora­s de relato sobre sí mismas, de igual modo que la ciencia administra­tiva hace el discurso que los agentes del Estado –los sorayos de la Brigada Aranzadi– ofrecen cada viernes sobre cómo hacen Estado.

Todo ello para concluir que ese “principio oculto invisible” (v. Pierre Bourdieu, Sobre el Estado, Anagrama) que denominamo­s Estado, no es reducible a sus funciones –con hegemonía o sin ella–, sino que hay que averiguar qué es y cómo funciona en tanto que ficción colectiva –o, como decía Marx, comunidad ilusoria de pertenenci­a a una nación o Estado–. He ahí la asignatura pendiente de las hojas de ruta para la independen­cia: ponen mucho énfasis en lo que la República Catalana podrá hacer por la gente, pero no designan el campo de la autoridad simbólica para generar el consenso último –una nueva creencia– sobre unos mismos principios universale­s –el cambio de hora, el calendario festivo, la lengua oficial…

Todo ello para concluir que ese “principio oculto invisible” que denominamo­s Estado no es reducible a sus funciones

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