Greta Garbo, un icono de la moda actual
La actriz se adelantó a los tiempos con una estética acorde con la moda actual
A los cien años de su nacimiento, Greta Garbo proyectaría una imagen perfectamente contemporánea, y su forma de vestir y comportarse llamaría mucho menos la atención que en sus momentos de esplendor. Y no sólo por la ropa, también por sus ideas –nunca se casó ni tuvo hijos– y por la forma de manejarse. Se la considera una feminista precoz, porque hacia 1927, tras el éxito obtenido por su trabajo en El demonio y la carne (1927), se rebeló ante el hecho de que le asignaran papeles frívolos que, decía, degradaban a la mujer, y reivindicaba el mismo trato para las actrices que para los actores. Gracias a su empeño se convirtió en la diva mejor pagada de Hollywood.
Lo que más caracterizaba a la actriz era su sobriedad. Probablemente se debiera a sus orígenes humildes y a la propia sociedad sueca en que se había educado, tradicionalmente luterana y poco dada a los ornamentos y artificios. Si en las películas que protagonizaba su maquillaje era poco vistoso, en la vida privada se limitaba a un poco de colorete y una raya negra en el párpado; nada de pintalabios o, si acaso, uno muy suave. Algo parecido ocurría con su vestuario: prefería la ropa cómoda y sencilla. Era una pesadilla para los estudios, que solían exigir de las divas más populares un cierto exhibicionismo que la sueca nunca aceptó, como no se plegó a otras exigencias.
Ni permitió que vida pública y privada interfirieran. No concedía entrevistas ni asistía a las galas de entrega de premios, aunque estuviera nominada, y menos aún a las fiestas que organizaban las productoras. Tal vez por eso podía permitirse imponer su estilo andrógino, en una época en que era impensable que una mujer llevara trajes masculinos y prescindiera de los zapatos de tacón y los escotes generosos. Pese a lo cual, cuando estaba en la cima de la fama, su peculiar forma de vestir marcaba tendencia. Su figura se reproducía en los maniquíes de los escaparates, y se lanzaban colecciones inspiradas en sus películas.
Las particularidades de su estilo eran que prefería los pantalones a las faldas, usaba jerséis de cuello alto y sencillas camisas de algodón, encargaba trajes masculinos de sastre y pocas veces prescindía de la gabardina. También llevaba pañuelos o bufandas y se cubría con todo tipo de sombreros. Se ha especulado con que esta forma tan particular de vestirse tenía relación con un físico que no le acababa de convencer. Se consideraba demasiado alta y delgada, creía tener unas piernas más largas de lo conveniente y pies desmesurados. Tampoco le gustaban sus anchos hombros y el pecho plano. Hoy, su figura, delgada pero fuerte, resultaría elegante, y atractivo su aspecto un tanto andrógino. Pero en la época en que triunfaba en el cine representaba una transgresión en las reglas del encanto y el glamur propios de las estrellas.
Con motivo de una exposición organizada hace unos años por la firma Salvatore Ferragamo, se publicó un libro en el que la sobrina, y heredera, de Garbo, Gray Reisfield, contaba una anécdota que ponía de manifiesto la determinación de la actriz a la hora de imponer sus gustos por encima de las normas. En unas vacaciones en el Caribe fue a la cena del hotel vestida con un cómodo pantalón recto y suéter de cuello cisne, en lugar del obligado vestido de noche. Su aparición fue un ver-
Sorprendía su estilo andrógino en una época en que era impensable una diva sin tacones ni escote
dadero shock para las otras mujeres. Pero, a la noche siguiente, muchas de ellas habían cambiado su encorsetado atuendo por una ropa deportiva imitando a la célebre actriz.
Salvatore Ferragamo era su zapatero de cabecera, tanto que le había encargado hasta 70 pares a la vez. “Fue la única persona que se atrevió a discutir mis ideas”, contaba Ferragamo, que vio frustrada su intención de obsequiarle con unos zapatos, porque eran de tacón y no los quiso. “No hay nada de atractivo en una mujer con cara de sufrimiento por culpa del dolor de pies”, solía decir. Tampoco tenía un interés muy marcado por la moda, aunque en su armario tuviera prendas de Dior y Givenchy. Lo que más valoraba era la comodidad y la calidad. “La ropa es algo en lo que no quiero pensar cuando no estoy actuando. Me gusta vivir de forma sencilla y vestir igual”. La periodista Elsa Maxwell contaba una historia que confirma esta idea y es que la interiorista Elsa de Wolfe propuso a la actriz enviarle una serie de vestidos para renovar y añadir glamur a su vestuario. Ella aceptó la oferta y Wolfe le mandó una caja con modelos hechos con la glasilla que se utilizaba para las pruebas con la idea de que eligiera sus favoritos para hacerlos con el tejido definitivo. Al no recibir respuesta de Garbo, la decoradora se pasó un día por su casa y la encontró vestida con uno de ellos. “Me encanta la ropa que me mandaste, le dijo, todo el día la llevo puesta”.
En ese y en otros momentos de su carrera aceptó los consejos de amigos y diseñadores de ropa, como Adrian (Adolf Greenberg), que realizó buena parte del vestuario de sus películas y consiguió sutilmente cambiar algunos rasgos de su estética. Aunque para el cine le hacía una ropa más sobria y lineal que sus predecesores porque quería que los espectadores se centraran más en su actuación que en sus trajes.
Otro aspecto de la vida de la diva denota hasta qué punto se avanzó a sus tiempos y podría sentirse a gusto con los actuales. Y es que era una mujer de vida sana, que practicaba deportes, como la natación o largas caminatas, hacía una dieta estricta, dormía bien y apenas salía de noche.
A los 36 años, en 1941, se retiró definitivamente del cine. Uno de los motivos que se barajaron fue su intolerancia al estilo de vida de Hollywood, aunque parece más convincente que abandonó porque se estaba imponiendo en el cine un tipo de mujer doméstica y sumisa que nunca iba a permitirle igualar o superar sus éxitos. Hasta su muerte, en 1990, vivió alejada de los focos.