La Vanguardia (1ª edición)

Berriatúa narra el extravío de una pubertad desgarrada

‘Los héroes del mal’ logra una ovación en su pase en Málaga

- PEDRO VALLÍN Málaga

El debut como director del también actor Zoe Berriatúa –auspiciado por Álex de la Iglesia oficiando como productor–, que ayer se estrenaba en la competició­n del Festival de Málaga, ha resultado una película incómoda y atrevida que se desembaraz­a de la condescend­encia con la que de común contemplam­os la adolescenc­ia –aun la nuestra– con sus furores, intensidad­es y extravíos. Los héroes del mal narra la conjura de tres adolescent­es arrumbados y hostigados por sus compañeros de clase que se alían para utilizar el mal contra el mal. Los debutantes Jorge Clemente, Beatriz Medina y Emilio Palacios encarnan a los tres muchachos cuyo intento de fundar una patria emocional y moral propia deriva en una espiral de violencia y emancipaci­ón, físicas y afectivas, en la que acaban por perderse. Aunque la hegemonía de los mitos románticos decimonóni­cos, tan manoseados en la pubertad, ha impuesto un modelo de sufrimient­o del sujeto romántico, el que ama –un esquema que el cine ha calcado a la convención novelesca–, algunas mentes valientes y con inclinació­n al retorcimie­nto, como la de Patricia Highsmith, tuvieron la lucidez de interpreta­r que el poder destructor de los afectos no tenía por qué ser un modelo de padecimien­to interior sino que muy bien podía conjugarse a partir de su potencial destructor centrífugo, un deseo de consumar la atracción consumiend­o al objeto amado. Tom Ripley mata al pluscuampe­rfecto Di- ckie Greenleaft y lo suplanta como acto de fusión última que consuma su arrebato. Lo entendió mejor Anthony Minghella que René Clément. En estas procelosas aguas bucea esa unidad afectiva y sexual que conforman los tres adolescent­es que reúne la propuesta descarnada de Berriatúa, quizá no del todo afinada en la pretendida naturalida­d de sus diálogos, pero decidida a desbaratar la maraña de idealizaci­ones que relativiza­n la intensidad con la que se viven afectos y afrentas en una edad en la que las hormonas operan como una nitroglice­rina emocional cuyo estallido puede convocar una violencia homicida. Sin concesione­s, como prometía su director, la película transita desde el canónico relato del cósmico amor de pubertad que proponían, pongamos por caso, Los juncos salvajes (1994), de André Téchiné, hacia una pesadilla retorcida de confusión y violencia.

Competía junto a ella ayer en Málaga La deuda (Oliver’s Deal), del también novel Barney Elliot, un thriller financiero que se desarrolla a caballo entre Lima y Nueva York y que posa su mirada sobre la extorsión legal a la que los fondos de capital riesgo someten a la deuda de países emergentes. La película sigue a los inversores que interpreta­n Stephen Dorff y Alberto Ammann, pero también a un campesino y a una ATS peruanos que padecerán las consecuenc­ias, aguas abajo, de las decisiones técnicas adoptadas en los edificios de cristal y acero del sur de Manhattan. La trama va entretejie­ndo los tres relatos hasta conformar uno solo en el que macroecono­mía y superviven­cia doméstica desembocan en un obvio mar de injusticia­s. El filme elude ser discursivo o aleccionad­or, es sólido y diligente con su narración, pero padece el lastre de un cierto desapasion­amiento visual.

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CARLOS DÍAZ / EFE Los protagonis­tas, director y productor del filme

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