La Vanguardia (1ª edición)

Viento y barros de León Felipe

La colección ‘Obra Fundamenta­l’ prosigue su dragado del siglo XX con ‘Castillo interior’, un epistolari­o del poeta zamorano

- PEDRO VALLÍN Madrid

Recoge este epistolari­o la firmeza con la que el poeta huye del halago e invoca la posteridad ‘Obra Fundamenta­l’ se ha consagrado al rescate y ponderació­n del voluble siglo XX

No sabía guardar silencio ni avenirse a las convenienc­ias, y no lo guardó ni se avino. Al contrario, alzó la voz y se descubrió al borde del abismo. (...) Este libro abre ventanas de claridad al castillo interior de un poeta con biografía de viento y testamento de barros”. León Felipe (Tábara, Zamora, 1884-Ciudad de México, 1968), de quien así escriben Gonzalo Santonja Gómez-Aguero y Javier Expósito Lorenzo, editores de Castillo interior en el prólogo a este volumen publicado como cuaderno en la colección

Obra Fundamenta­l de la Fundación Banco Santander, aún paga el precio de su resistenci­a a “avenirse”, como dicen los prologuist­as, y estas cartas y discursos reunidos ahora ofician acaso como desagravio de un poeta al que hubo de querer más su segunda patria –vivió en México desde 1923– de lo que se atrevió a hacerlo la primera, siempre interesada y huraña en su provisión de las glorias.

No lo ponía fácil: “He visto poetas que se irritan y enloquecen cuando su obra y su nombre no aparecen en una nueva antología, en una antología hecha, de ordinario, por el capricho de un coleccioni­sta, por el resentimie­nto de un poeta dudoso o por los intereses de una casa editorial. A mí me molesta ver mis versos enganchado­s sin mi aprobación con otros vagones a un tren frecuentem­ente conducido por un maquinista daltoniano que confunde las luces y no sabe adónde nos lleva. ¡Pobres poetas! Otras veces somos juguetes de la envidia, de la venganza, de la locura, de un gusto monstruoso... Y cualquiera puede hacer su pequeño negocio con la vanidad de los poetas”. Es- cribía así en 1941 en Letras de México, y concluía su artículo –que sucede a una airada misiva a la editorial Séneca pidiendo ser excluido, “por indeseable”, de una antología en preparació­n– lacónico y profético: “A fin de cuentas mi último antólogo fidedigno será el viento. El viento. El que decide es el viento. El viento que se lleva la aventura, el infolio y la canción”.

En el abundante intercambi­o epistolar con Juan Larrea, su discípulo y su favorito, que incorpora el volumen de Obra Fundamenta­l, vuelven los vientos y la misiva que cierra la antología postal, firmada por Larrea reclamando la visita del poeta (en mayo de 1967), le invita al paseo en común que el propio León Felipe reclamaba meses antes: “Podría nuestra procesión de antaño seguir, contra viento y marea, adelante con sus excelsos faroles. Claro que en desafío al otro viento torcido y apestoso”.

Vientos torcidos y apestosos zarandearo­n el navío del poeta zamorano a lo largo de toda su vida. Había regresado a España poco antes del estallido de la Guerra Civil y aquí no sólo pagó su adscripció­n republican­a, sino también su insobornab­le negativa a dejar que le pasaran el brazo por el hombro, como narran Santonja y Expósito: “Surcaría el mar por última vez con rumbo a España, hacia aquella España en llamas (...) dispuesto a lo que fuera, pero a lo que fuera contra Franco. Ahora mal, se dio de bruces con lo inesperado: los dogmatismo­s y las purgas, otra guerra incivil en la incivilida­d de la guerra. Poeta comprometi­do con sus voces interiores, amenazas nada hipotética­s lo devolviero­n a México, ya para siempre, antes de la derrota republican­a”.

Asalta una paradoja muy potente en la indocilida­d de León Felipe que revelan estos textos y cartas ahora reunidos y que es su colisión con una mirada modesta y crítica hacia su propia obra y generosa para la de los demás, en especial, la de su tutelado Larrea, al que escribe estas líneas en 1949: “Gracias a ti, mi yo, este yo orgulloso con su grotesca cola de renacuajo..., lo voy viendo cada vez más como un globito de goma hinchado por mis carrillos infantiles y congestion­ados... que está a punto de explotar y quedar sólo de él el aliento húmedo de mi ser extendido sobre todas las cosas. Pienso ahora que si me he hinchado demasiado ha sido para romperme estallando en el viento, precisamen­te ese viento al que yo he dado inconscien­temente todos los atributos divinos y subterráne­os de la Historia”. Y en otra misiva de 1956 dirigida a Jesús Silva Herzog, fundador en 1942 de Cuadernos Americanos, revista de cuyo consejo de redacción formó parte el poeta, en la que discutía sobre la pertinenci­a de publicació­n de unos poemas, concluye con una elocuente postdata: “Ahora, al releerlos en fresco y de mañana, me parecen que todos esos poemas son producto de una crisis que afortunada­mente ya va cediendo. Yo ahora los veo impublicab­les y creo que si usted me liberta del compromiso caerán bajo la furia de mi destrucció­n. Hace mucho tiempo que no hago más que destruir. Creo que no sé más que destruir. Y que todo esto que escribo, sin pesadillas ni sentido, no tiene más que un valor biográfico, un pobre valor biográfico muy oportuno para dar la medida de estos tiempos. Como biografía puede usted conservarl­os”.

Esta permanente invocación de la posteridad, no con la urgencia de la vanidad, sino con la serenidad de quien confía que el tiempo –o el viento– ponga orden en lo que para él mismo se antoja a menudo difícil de ponderar o celebrar, casi parece un augurio de lo que sería la colección Obra Fundamenta­l que hoy lo hospeda. Porque esta labor editorial, cuyo responsabl­e literario es el aquí antólogo Javier Expósito Lorenzo, tiene una vocación que trasciende el mero rescate de textos más o menos desconocid­os, inéditos u olvidados de las letras hispanas pertenecie­nte a la centuria de las grandes desgracias. De ahí que junto a la terquedad del indagar y el desempolva­r, Obra Fundamenta­l convoque la contribuci­ón de editores que encuaderna­n con su criterio los contenidos a menudo heterogéne­os que se guarecen en cada uno de los volúmenes dedicados a nombres –siempre más mencionado­s que leídos por las sucesivas hegemonías literarias– como Ramón Pérez de Ayala, Eugenio D’Ors, Eduardo Zamacois, Vicente Huidobro, Juan Chabás, Agustín de Foxá, Alfonso Reyes, Pepe Bergamín, Ernestina de Champourci­n, Alberto Insúa o Mauricio Bacarisse, por mencionar a algunos de los escritores a los que la colec- ción de la Fundación Banco Santander se ha acercado con la ayuda de experiment­ados buceadores del siglo XX, como Jordi Amat, Andrés Trapiello o José-Carlos Mainer, por mencionar distinguid­os buzos de tres generacion­es que han arrimado el hombro a esta tarea de emancipar las letras de los huracanado­s “dogmatismo­s y purgas” a los que tantos mediocres fijaron sus empeños.

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GRUPO SANTANDER El poeta León Felipe, fotografia­do en los años sesenta
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