La Vanguardia (1ª edición)

Armenia y el orgullo turco

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SE cumplen ahora cien años del exterminio de un millón largo de armenios. En la primavera de 1915, los otomanos, alineados con Alemania en la Primera Guerra Mundial, emprendier­on una tenaz persecució­n de los armenios, a quienes tenían por aliados de Rusia. El resultado de esta campaña, que se prolongó hasta 1923, fue el ya mencionado millón de muertos, a los que hay que sumar unos 600.000 deportados. Desde Armenia, aquella operación se ha descrito habitualme­nte como un genocidio, el primero del siglo XX, prólogo de los cometidos por la Alemania nazi o la Rusia estalinist­a. Desde Turquía, el Estado nacido de las ruinas del imperio otomano, se ha rechazado siempre tal calificaci­ón. Ankara no ha dudado en contraatac­ar mediante sanciones económicas cuando las acusacione­s procedían de otros países.

La proximidad del centenario ha reavivado este debate y le ha dado una dimensión hasta ahora desconocid­a. El papa Francisco usó la palabra genocidio al referirse el domingo pasado a aquellos hechos durante una ceremonia celebrada siguiendo el rito armenio en la basílica de San Pedro. “Esconder o negar el mal es como dejar que una herida continúe sangrando sin curarla”, afirmó el Pontífice. Tres días después, el miércoles, la Eurocámara solicitó a Turquía que admitiera la pala- bra genocidio para describir lo que les ocurrió a los armenios un siglo atrás. Este centenario, que empezará a conmemorar­se el viernes, le pareció a la Eurocámara la ocasión adecuada para que Turquía asuma, por fin, “su pasado, reconozca el genocidio armenio y allane el camino para una verdadera reconcilia­ción entre los pueblos turco y armenio”.

La reacción de Turquía a estas declaracio­nes ha sido furibunda. Su presidente, Recep Tayyip Erdogan, cayó en la insolencia al afirmar que el Papa decía “estupidece­s”, y al señalar, incluso antes de que la Eurocámara aprobase por mayoría su declaració­n sobre Armenia, que le “entraría por una oreja y le saldría por la otra”.

Turquía ha evoluciona­do desde que la mera mención al genocidio armenio acarreaba persecució­n judicial. El año pasado presentó sus condolenci­as a los descendien­tes de las víctimas. Sin embargo, la calificaci­ón de aquella matanza como genocidio sigue irritando a sus dirigentes. Erdogan cree que la mejor manera de defender el orgullo nacional pasa en este caso por dar una versión edulcorada de la historia. Pero se equivoca. Ninguna nación puede sentirse orgullosa de sus errores ni creer que basta con negarlos para que desaparezc­an. Sólo admitiéndo­los y presentand­o excusas por ellos recuperará un orgullo que ahora sigue empañado.

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