La Vanguardia (1ª edición)

La soledad del guardameta

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El domingo 7 de diciembre del 2014, muy temprano, fui de excursión a un bosque de Gelida, junto con mi prima Marta, su compañero, Miquel, y los hijos de ambos, Rita y Genís. Al mediodía, bajamos al pueblo y nos obsequiamo­s con una cerveza en el bar de Pere Gubi (donde antaño había habido el colmado L’Espiga). Nada más sentarnos, el niño me pidió que le acompañara fuera, a la plaza de la Iglesia, puesto que quería mostrarme algo. Una vez allí, hizo la rueda con gran agilidad –una, dos, tres veces–, por lo que yo me deshice en elogios.

Unos metros más allá, un hombre aparcó su coche y salió de él con la intención de sacar unos billetes del cajero. Alto, totalmente calvo, andaba con cierta precaución. Pasó delante de mí, y durante un se- gundo cruzamos nuestras miradas. No lo reconocí –y, por otro lado, el niño me instaba a valorar su ejercicio–. No fue hasta al cabo de un rato cuando recordé esa expresión: era Miquel Fernández, compañero nuestro –de mi prima y mío– durante la EGB. El dueño del bar me informó de que estaba luchando contra un cáncer.

El paseo matutino había resultado muy agradable, pero el descubrimi­ento de que uno de mis antiguos compañeros de escuela estaba enfermo me entristeci­ó y me hizo reflexiona­r sobre la fragilidad de la vida. Me reproché no haberle saludado en esa desapacibl­e mañana de diciembre. Días más tarde, escribí un poema sobre ello, L’expressió: “Ese hombre, tan alto y enjuto, es como el cayado de un dios”. Entre el 7 de diciembre y el jueves pasado –el día en que conocí la triste noticia de su fa- llecimient­o–, iba sabiendo de Miquel por mi padre, ya que ellos dos –junto con Carmelo, un maestro muy querido del pueblo, recién jubilado– solían coincidir en un bar gelidense durante los partidos del Barça (Liga y Champions). Cuando nuestro equipo marcaba, los tres chocaban sus manos.

De niños, Miquel me sacaba la cabeza. Gozaba de éxito con las chicas, y era un cancerbero aceptable (aquellos encuentros imposibles en campos de arena de los primeros ochenta). El poema termina así: “El olor del musgo se aferra a la piel de nuestras manos como el miedo se agarra a nuestro corazón, ahora que nos hicimos definitiva­mente mayores”. Estoy convencido de que mi padre, durante la final contra la Juve, va a chocar, en el recuerdo, muchas veces (tantas, cuantos goles consigamos) la mano de nuestro amigo.

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