Artesanas del rock
Decir que el Moma de Nueva York hace un acto de desagravio al exhibir la obra de Yoko Ono antes de John Lennon puede interpretarse como un ejercicio de benevolencia para con el museo. Con la misma propiedad, podría afirmarse que es el propio Moma el que lava su imagen al recuperar la obra que nunca debió olvidar de una mujer cuyo arte fue barrido por el huracán mediático de los Beatles. Pero, en cualquier caso, la buena noticia es que, gracias a exposiciones como esta, habrá cada vez menos gente que se refiera a Yoko Ono por su condición de pareja de Lennon. Y, por lo tanto, menos probabilidades de que recaiga sobre ella la cansina acusación de haberse cargado al grupo de Liverpool. La convivencia en una sola banda de tantos egos recalcitrantes era una bomba de relojería. Lo típico en un grupo de chicos. Nada nuevo en el planeta rock.
Sobre el rock, las chicas y los chicos versa el libro de reciente aparición La chica del grupo (Contra), la autobiografía de Kim Gordon, bajista y vocalista de Sonic Youth, una formación norteamericana que tuvo gran influencia en los años ochenta y noventa. Gordon, casada durante 27 años con el guitarrista y cofundador del grupo, Thurston Moore, plantea una interesante reflexión sobre el papel de las mujeres en el misógino mundo del rock: “Por lo general (en este género musical) a las mujeres no se les permite ser la hostia. Es como la famosa distinción entre arte y artesanía: el arte y el desenfreno y llevar las cosas al límite es algo masculino; la artesanía, el control y el refinamiento es para las mujeres. Culturalmente no permitimos que las mujeres sean tan libres como estas quisieran, porque da miedo. A estas mujeres, o bien las evitamos o las tenemos por locas”. Cita Gordon, a modo de excepción, los casos de locas que sí triunfaron llevando las cosas al límite, como Janis Joplin, Billie Holiday o Kathleen Hanna, de Bikini Kill, una de las inspiradoras del movimiento feminista riot grrrl. Olvida citar en esta categoría a la Madonna transgresora de los inicios, una revolucionaria del marketing que no tuvo que recurrir al consumo masivo de narcóticos, en el que sí incurrieron Holiday o Joplin. Pero sirve su reflexión para sopesar cuál es el perfil de la mujer en el rock (y no digamos en un movimiento tan machista como el punk), más ajustado al papel de chica sexy pero modosa que ella misma jugó en Sonic Youth que al de la cantante desmadrada.
Sin duda, Yoko Ono perteneció a la categoría de las locas cuando junto a la también japonesa Yayoi Kusama escandalizó como artista radical a las audiencias neoyorquinas de los años sesenta. A ella no se la condenó al ostracismo por eso, sino por su relación de pareja. Han tenido que pasar cuarenta años para que se le perdonen todos sus pecados. Al menos, lo ha conseguido. Con una ventaja: Yoko Ono nunca fue un símbolo sexual. Por eso ahora, cuando a sus 82 años comparece ante la prensa en una sala del Moma, no tiene que soportar que la comparen con quién un día fue. Nadie escribirá de ella que conserva “ese andar” o “esa mirada” que nos seducía en un pasado que siempre fue mejor.
“El arte y el desenfreno era cosa de los chicos; a nosotras no se nos permitía”, escribe la bajista de Sonic Youth