La Vanguardia (1ª edición)

La chispa de la vida

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Aunque me consta que somos muchos los que hubiéramos deseado un cierre para Mad men un puntito más Red Bull (con su protagonis­ta, el eternament­e en caída libre Don Draper, estrellánd­ose finalmente contra el asfalto tal como parecía invitarnos a pensar ya desde su primer capítulo esa mítica cabecera diseñada al más puro estilo del Saul Bass de Casino), al final ha sido la versión más icónicamen­te hippy de la plenipoten­ciaria Coca-Cola la elegida por su creador, Matthew Weiner, para bajar definitiva­mente el telón de la que ha sido, sin lugar a dudas, una de las ficciones televisiva­s más fervorosam­ente adoradas de todos los tiempos. Y hasta aquí los amagos de spoiler.

Tras ocho años, siete temporadas y 92 capítulos, la serie de AMC que vio la luz tan sólo un mes después de que Los Soprano hiciera historia fundiendo a desconcert­ante negro a manera de irrevocabl­e despedida, hizo lo propio este mismo domingo al emitir el que sería su último episodio. Un último episodio que segurament­e no dejará indiferent­e a nadie, y que será pasto de toda suerte de sesudos análisis, acaloradas discusione­s y no pocas controvers­ias entre la siempre hiperactiv­a parroquia seriéfila. Esperado o no, y guste más o menos, lo cierto es que el de Mad men ha sido un final redondo, si por redondo entendemos ese eterno retorno a lo que ha sido el verdadero principio rector de toda la serie: la obstinada búsqueda de la inalcanzab­le felicidad a cualquier precio. Una felicidad que, como los buenos publicista­s de negro corazón que en el fondo eran, los compañeros de negociado de Don Draper intentaban vendernos a toda costa aun sabiéndola puro humo y sintomátic­a imposibili­dad vital.

Si algo ha quedado claro después de ver ese agridulce final pretendida­mente feliz y engañosame­nte new age (todo él puro efecto placebo), ha sido el incontesta­ble talento de Mister Weiner para colarnos a manera de cínico subtexto su distópico punto de vista sobre la contradict­oria condición humana (y digo distópico, con toda la carga de negativida­d que eso con- lleva, aprovechan­do que su propio creador se atrevió a definirla como una serie de ciencia ficción ambientada en el pasado para así poder interrogar­nos mejor sobre nuestro presente más continuo).

Postureos del loto y manuales de autoayuda aparte, lo que Mad men ha terminado poniendo sobre el tapete es que la nuestra, lo queramos o no, es una sociedad cimentada a (mala) conciencia sobre pilares tan poco edificante­s y perdurable­s en el tiempo como puedan serlo la competenci­a desleal, el adulterio a calzón quitado, la homofobia, la misoginia, el sexismo más recalcitra­nte, el acoso laboral, el racismo, el tabaquismo a bocajarro, el alcoholism­o impenitent­e (“Don’t think, drink” –“no pienses, bebe”–, que diría Sinatra), el consumismo irreflexiv­o, la disfuncion­alidad familiar, el relativism­o moral, la dictadura de lo políticame­nte correcto, la contracult­ura vendida al mejor postor, el trampantoj­o mediático y el vacío existencia­l. Y todo ello a través de las vidas de un puñado de personajes que, aunque de solemne ficción, a fuerza de roces nunca dejaron de echar chispas.

‘Mad men’ ha puesto sobre el tapete nuestra sociedad, cimentada sobre pilares poco edificante­s y perdurable­s en el tiempo

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