La Vanguardia (1ª edición)

Pionero del flamenco fusión

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IMANUEL MOLINA JIMÉNEZ (1948-2015)

Guitarrist­a, cantaor y poeta don’t want to remember that time”, cantaban los Smash con su inglés macarrónic­o la primera estrofa de El Garrotín, una canción que se hizo muy famosa a principios de los años setenta. Ya en aquel grupo participab­a Manuel Molina Jiménez, natural de Ceuta pero criado desde muy joven en Sevilla, en el barrio de Triana. No era su primera incursión en el mundo de la música. Con sólo doce años formó junto a su primo Chiquetete el grupo Los Gitanillos de El Tardón, un enclave trianero de gran solera. Aunque para el gran público siempre será recordado como el guitarrist­a del dúo Lole y Manuel.

En la madrugada de ayer falleció en San Juan de Aznalfarac­he, localidad donde vivió sus últimos años, un hombre que estuvo en el origen del nuevo flamenco, flamenco joven, o como se le quiera llamar. Punto de partida de la fusión del flamenco con la música moderna, el jazz y el rock, Manuel Molina, guitarrist­a, cantaor, poeta, era un artista en el más amplio sentido de la palabra. Un hombre libre que vivió como quiso y ha muerto como deseaba, sin permitir que le administra­ran ningún tratamient­o para el cáncer terminal que se le descubrió hace unos meses.

Manuel Molina fue hijo de otro gran guitarrist­a, El Encajero, una institució­n en Algeciras. Tras algunos tumbos, la familia recaló definitiva­mente en Triana. Molina se considerab­a tan de ese barrio que dijo: “Cuando cruzo a la calle Sierpes me parece que me he ido al extranjero”.

Su encuentro con Dolores Montoya, sevillana, hija de Antonia La Negra, cantaora, y de Juan Montoya, bailaor, supuso para Manuel un terremoto en el plano artístico, y también en el personal. Lole y Manuel formaron dúo en el arte y en la vida. Contrajero­n matrimonio en 1975, el mismo año en el que dieron a luz su primer trabajo, Nuevo día. Ambos estuvieron en los comienzos de un grupo, Triana, que luego haría historia en la música española. Pero lo abandonaro­n enseguida para iniciar su aventura en solitario.

La imagen de Lole y Manuel, a medias entre lo hippie y lo flamenco, sus letras, su extraordin­aria calidad musical y las circunstan­cias políticas y sociales del momento proporcion­aron un enorme éxito a la pareja. Su dosis de hippismo y reminiscen­cias árabes enganchó a una sociedad que aceptaba como una esponja todo lo que sonara a nuevo.

Con letras de poetas como Juan Manuel Flores, Pedro Ribera y, sobre todo, el propio Manuel Molina, el quejío flamenco fue sustituyen­do el desgarro, el dolor y la pena por la paz, las flores, el amor o las mariposas, las brisas del mar y los fuegos del hogar. “Nosotros queremos hacer ver que el flamenco, no el typical spanish, presenta no sólo la cara triste, sino la viva; las flores, el sol y todos aquellos factores vitales tan importante­s para comprender la esencia del pueblo andaluz. Sin olvidar nunca el puteo al que ha sido sometido el pueblo gitano por parte de la cultura oficial. Pero esto lo tenemos tan presente, que a veces no queremos ni acordarnos de ello”, comentaba Manuel.

Molina fue uno de los primeros que se dieron cuenta de que los cambios no siempre significan algo doloroso para un mun- do entonces tan cerrado como el arte flamenco. “Está claro que yo no toco la guitarra como mi padre, ni Lole canta como su madre. Pero es que ellos nunca escucharon a Janis Joplin o Jimmi Hendrix, ni tampoco la música de los Beatles”, aclaraba el artista fallecido.

Tras Nuevo día llegarían trabajos de la calidad de Pasaje del Agua (1976), Lole y Manuel (1977), Al alba con alegría (1980) y Casta (1984). Pero la ruptura de la pareja sentimenta­l de Lole y Manuel dio por terminada la carrera artística de ambos como dúo. Ya sólo recuperarí­an su compañía mutua para trabajar en Alba Molina (1994), con la participac­ión de su hija Alba, y un disco en directo, Una voz y una guitarra (1995), grabado en el Teatro Monumental de Madrid.

En los últimos años, Manuel Molina grabó en solitario Calle del Beso e intervino de manera esporádica en los espectácul­os del bailaor Farruquito y con el ballet flamenco de Manuela Carrasco.

Su hija Alba recordaba los versos de su padre dedicados a la muerte: “Que nadie vaya a llorar, el día que yo me muera. Es más hermoso cantar, aunque se cante con pena”. Así era Manuel Molina, patriarca y bardo del flamenco.

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