La Vanguardia (1ª edición)

Riesgo y rentabilid­ad

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Desde hace ya muchos meses, cuando el ahorrador tradiciona­l, el que suele depositar su dinero en el banco a cambio de un moderado interés, pregunta qué tanto por ciento le darán cuando venza la última imposición a plazo fijo, la respuesta es cero con algo. Y, francament­e, con el cero delante, el algo es casi nada.

Si busca alternativ­as de inversión con riesgo similar al de un depósito bancario, con un flujo de intereses previsible y que aseguren la devolución de lo invertido al cabo de un plazo, la primera que se le ofrece es la inversión en deuda pública. Aquí, el cero con algo sigue siendo el interés que puede esperar si el plazo de inversión no es realmente muy largo. Al cabo de seis años, aparece el uno delante de la coma y para alcanzar el dos por ciento, hay que esperar más de doce años. En resumen, sin asumir cierto nivel de riesgo, no hay esperanza de rentabilid­ad. Con el dinero en el banco no obtendremo­s nada. Y prestándos­elo al Estado a muy largo plazo, la rentabilid­ad difícilmen­te será suficiente para protegerno­s de la inflación. Eso siempre que mantengamo­s la inversión todo el tiempo comprometi­do, porque si intentamos hacerla líquida antes, cualquier ligero repunte de tipos nos puede hacer incurrir en pérdidas.

Aumentando algo el nivel de riesgo, comprando deuda emitida por empresas privadas, la rentabilid­ad adicional que se obtiene tampoco permite grandes alharacas. Las empresas sólidas, solventes, con un largo historial de beneficios elevados, apenas pagan medio punto más que la deuda pública. Para obtener una rentabilid­ad un par de puntos superior, algo menos de un 3% a medio plazo o un 4% a largo, hay que prestarle el dinero a

El dilema al que se enfrenta el ahorrador tradiciona­l en un entorno de tipos de interés bajos

compañías sin calificaci­ón, con beneficios muy ajustados y corriendo un riesgo no despreciab­le de impago. La renta fija, ya saben, no es sinónimo de renta segura.

Hay otra alternativ­a, la inversión en renta variable, la compra de acciones cotizadas en bolsa, ya sea de forma directa o, indirectam­ente. En este caso la rentabilid­ad proviene de dos vías: los dividendos que distribuye­n las empresas que obtienen beneficios. Y la variación de precio de las acciones que, a la larga, seguirá el mismo signo que la evolución de los beneficios. Si la empresa gana más, termina por valer más. Y viceversa.

Dos son los riesgos que asume el inversor en renta variable: la ignorancia y la impacienci­a. No saber qué se compra ni aguantar el plazo necesario para que la compra dé sus frutos. El riesgo de ignorancia, el que proviene de no saber si la compañía que compra ganará o no más dinero en el futuro, se minimiza si se delega el juicio en un buen profesiona­l. El riesgo de la impacienci­a, el que proviene de leer todos los días las cotizacion­es en prensa y observar cómo muchos días caen, solo se vence con la experienci­a.

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